Sebastián perdió la mitad de su pierna cuando hacía operaciones de vigilancia y mantenimiento al oleoducto Caño Limón - Coveñas. Hoy en día, quiere ser una motivación para la gente.
Andersson Sebastián Parra Vega nació el 22 de febrero de 1995 en Bogotá. Desde muy joven, Sebastián se ha enfrentado a situaciones difíciles de la vida: en el 2004, tuvo que irse junto a su familia a Icononzo, Tolima, debido a cuestiones económicas. Un cambio que duraría poco tiempo, pues en tan solo unos meses, la guerra tocó a la puerta de al lado. Un amigo de su papá, que vivía en la finca vecina, fue asesinado a la entrada de su casa por unos hombres armados, encapuchados y con uniforme militar, supuestamente, porque un familiar tenía “cuentas pendientes” con dicho grupo. Hasta el día de hoy no se sabe a qué grupo pertenecían estas personas.
Su familia decidió regresar a la capital y Sebastián logró llegar a Décimo de bachillerato, pero nuevamente por razones monetarias tuvo que dejar de estudiar. Tenía 18 años cuando comenzó su propio hogar: tuvo su primer hijo, pero seguía buscando trabajo.
En el año 2013, una mañana, en la entrada de los portales de Transmilenio, un grupo de militares estaba pidiendo la libreta militar y él, que tenía familiares en el Ejército y viendo que no había tenido suerte al conseguir trabajo, sin pensarlo se inscribió para prestar el servicio militar. Pasó a ser integrante del Tercer contingente en el Grupo de Caballería Mecanizado #18 General Gabriel Revéis Pizarro, ubicado en el municipio de Saravena, Arauca, en el que se desempeñaba en el área de Operaciones y realizaba las tareas normales de un soldado.
Cuando ya se encontraba a punto de terminar su servicio, fue enviado a llevar a cabo operaciones de mantenimiento y seguridad en un tramo del oleoducto de Caño Limón-Coveñas, en Arauca. Sin saberlo, Sebastián entró en un campo minado y activó un artefacto explosivo improvisado que le causó la pérdida de la parte inferior de la pierna izquierda, a la altura media del hueso de la tibia. Aún no sabe cuál grupo armado, entre las antiguas FARC-EP y el ELN, colocó explosivos en el lugar.
Después del accidente, Sebastián llegó a pensar en el suicidio. Su autoestima estaba en el piso y le parecía tedioso que las personas que lo acompañaban le ayudaran en cosas que no había pedido. Su proceso de recuperación duró dos años, en los que el Ejército ayudó con su estadía y transporte al Hospital Militar. Desde el momento en el que sucedió el hecho, la institución le liquidó la pensión por invalidez, debido a la discapacidad en su pierna.
Desde siempre ha sido una persona con mucho amor por su cuerpo y por su cuidado personal, y fue precisamente a esto a lo que se aferró para poder continuar con su vida. Recibió su prótesis donada por el Hospital Militar y se sometió a terapia física, para aprender a manejarla de manera adecuada, y sicológica, para entenderla como parte de su cuerpo y de su nueva vida.
Desde entonces, Sebastián quiere dar un mensaje de resiliencia y motivación personal. Es por eso que realiza trabajos de acción social y busca capacitarse con ayuda del Club Héroes de Honor, la Fundación de Enfermeros Militares (CIEMTED) y el grupo Black Horse. “Tengo una oportunidad de ser útil para la sociedad y ahora, con un autoestima tan fuerte como roca, me dispondré a cumplir mis metas y proyectos”, asegura.
En la adolescencia, Jhon Edisson descubrió que el deporte y su familia serían sus aliados para cuidar el alma y el cuerpo. Tras perder su pierna derecha, recordó que la mejor manera para sanar, física y mentalmente, era jugar fútbol y rodearse de sus seres queridos.
A pesar de los altibajos académicos que vivió Jhon Edisson Garzón Palacio para finalizar el colegio, a los 19 años logró graduarse gracias al apoyo de sus padres y sus dos hermanas menores. Durante un año pensó en el siguiente paso, hasta que decidió ingresar a la Policía Nacional como auxiliar bachiller. En los dos años que estuvo en la institución trabajó incansablemente, pues su objetivo era cumplir los requisitos necesarios para entrar a la Escuela Militar de Suboficiales Sargento Inocencio Chinca, en Melgar, Cundinamarca.
A la edad de 22 años, Jhon Edisson pudo cumplir su sueño de ingresar a la escuela militar y, en el transcurso de un año y cinco meses, se dedicó a estudiar ciencias militares y a especializarse en explosivos. Al finalizar sus estudios fue trasladado al municipio de Carepa, Antioquia, para ser parte del Batallón de Ingenieros Militares No. 17.
El 15 de febrero del año 2011, entre las 10 y 11 de la mañana, Jhon Edisson estaba monitoreando un corredor, en una vereda llamada El Tigre, cuando pisó una mina antipersonal. Un helicóptero del Ejército intentó aterrizar en la zona para llevarlo a un hospital, pero el mal clima y la presencia de un grupo armado ilegal no lo permitió. Jhon Edisson tuvo que esperar cerca de siete horas para que una aeronave de la Fuerza Aérea lo sacara colgado en una camilla.
“La primera impresión que tuve fue de haber perdido la pierna de la rodilla para arriba”, comenta Garzón. Sin embargo, luego de ser trasladado al Hospital Militar, en Bogotá, a Jhon Edisson le informaron que debían amputarle su miembro inferior derecho. “Después de que me confirmaron que solo perdí el pie me sentí más tranquilo y conforme con la situación, puesto que en mi cabeza había una idea de que en el lugar donde estaba laborando habían minas y mucho enemigo, entonces era la mina o morir”. A parte de la pierna, Jhon Edisson sufrió fisuras en los dedos de la mano derecha y perdió la audición en el oído del mismo costado.
Jhon Edisson, después de su recuperación, decidió volver a practicar fútbol, natación, ciclismo y baloncesto. Su pasión por el deporte había surgido a temprana edad, cuando se dio cuenta que compartía con su padre el gusto por el fútbol y había encontrado el lugar perfecto para fortalecerse física y mentalmente.
En su deseo de seguir mejorando, Jhon Edisson conoció al Club Héroes de Honor por medio de un amigo, quien también es integrante del equipo. “Jair me invitó a unos encuentros deportivos y mostré mi talento. El fútbol ha sido una herramienta que me ha ayudado a fomentar mi actividad física para mantener un estilo de vida más sano. El club significa un apoyo de superación personal y laboral”, relata Garzón.
Para Jhon Edisson, el motor de su vida son sus hijos y esposa. Ellos siempre han estado a su lado apoyándolo en su proceso personal y deportivo. “Han sido la motivación más grande para enfrentar las adversidades de la vida desde un punto de vista de felicidad y fortaleza del espíritu del alma”. Actualmente, Jhon Edisson sigue activo en el Ejército.
Daniel Alexander Reyes Manrique recuerda con alegría su infancia y asegura que cuando se reúne con sus tres hermanos, aún recuerda las anécdotas de esa época. Nació el 12 de abril de 1983 y es el menor de toda su familia. Le gusta jugar baloncesto y tiene una devoción profunda por Dios.
Su interés por el Ejército Nacional surgió cuando visitó a su padrino mientras este prestaba servicio militar. Y es por eso que, en junio del 2002, cuando cumplió los 18 años, decidió enlistarse para prestar el servicio militar. Un año después, se volvió soldado profesional. Sin embargo, en la mañana del 14 de agosto de 2012, pisó una mina antipersonal, perdiendo así la mitad de su pierna izquierda, por debajo de la rodilla. El accidente cauterizó la herida y no fue sino hasta las 2:00pm que, por el sangrado, tuvo que ser traslado en un helicóptero médico al Hospital Militar de Oriente Apiay, en el municipio de Villavicencio, Meta. Allí, lograron recuperar su pierna, con ayuda de una fijación externa en la que por medio de tornillos se tratan las alteraciones óseas.
Sin embargo, al siguiente día, en la noche, cayó en coma durante 18 días por la infección que la mina le había causado en la pierna, razón por la cual tuvieron que amputársela. “En el momento en el que desperté, al ver que no tenía mi pierna, fue lo más difícil para mí. Pero yo no podía entrar en depresión porque mi mamá estaba sola”, afirmó Daniel en un espacio de escucha de la Comisión de la Verdad.
Con el tiempo lo llevaron a Bogotá y al llegar al Batallón de Sanidad, donde habían más personas que habían sufrido un accidente parecido, tomó valor para salir adelante. En todo el proceso de recuperación se apoyó en su familia y asegura que el fútbol fue el complemento que le dio la moral y el optimismo para superarlo. Por parte del Estado solo ha logrado, y con ayuda de su abogado, que le den la pensión por discapacidad, sin embargo, recalca que al Ejército siempre lo seguirá queriendo.
El Cabo Segundo Juan Gabriel Gamba fue víctima de una mina antipersonal, pero no se ha detenido en la búsqueda de una vida digna y de calidad.
Juan Gabriel Gamba es bogotano y el segundo de tres hermanos. Estudió su primaria y bachillerato en la capital, donde se graduó en el año 1998. Un año después de obtener su diploma, prestó el servicio militar en Bogotá. Y tres años más tarde ingresó a la Escuela Militar de Suboficiales del Ejército Nacional Sargento Inocencio Chinca. Gracias a su esfuerzo, en el año 2003, se graduó como Cabo Tercero y con este título permaneció en varias unidades militares.
Nueve años después de ingresar al Ejército, siendo parte del Batallón de Infantería Voltígeros (BIVOL) #46, y participando en una operación militar, el ya para ese entonces Cabo Segundo Gamba fue víctima de un Artefacto Explosivo Improvisado. Sufrió la amputación del miembro inferior izquierdo, por debajo de la rodilla, un trauma en su oído izquierdo y múltiples heridas en todo el cuerpo. “Mi hecho victimizante afectó un poco mi temperamento. Al principio me volví más agresivo, sentía rabia con todo y con todos, pero he ido manejándolo para poder mejorar”, asegura Gamba.
En marzo del año 2009, se le reconoció, mediante resolución, un pago mensual de pensión y fue retirado del servicio militar. Con el apoyo de su familia, sobre todo el amor de su hijo, ha podido continuar.
Desde el año 2016, Gamba decidió ser parte del Club Héroes de Honor. “No fue nada fácil, pues el fútbol no es mi deporte favorito. Pero me di cuenta que mediante el deporte se puede salir adelante y también se hace patria”, afirma Gamba. Junto a su equipo han podido enseñar valores a otros jugadores, demostrando la importancia del trabajo en equipo.
Desde que tenía 6 años, Daniel Alfonso Cruz Pérez sabía que quería seguir los pasos de su hermano, pero la vida tomó un rumbo diferente. Una historia sobre la perseverancia.
La infancia de Daniel Cruz, de 32 años, fue despreocupada. Creció con sus padres y hermanos en Bogotá. A menudo jugaba con sus amigos en el parque del barrio hasta la noche, le encantaba hacer deporte. Para él no había obligaciones, ni miedo, ni preocupaciones. Esta actitud despreocupada, sin embargo, se vio interrumpida por la muerte de su hermano Alex, cuando Daniel tenía sólo 6 años. Daniel cuenta que Alex falleció en un accidente de tránsito a la muy corta edad de 18, cuando se encontraba a puertas de ascender a subteniente del Ejército en la Escuela Militar de Cadetes.
La pérdida de su hermano hizo que quisiera seguir sus pasos, incorporarse a las filas del Ejército. “Quería ser tan grande, fuerte, hombre y militar como él, seguir sus pasos y llegar hasta donde el destino no quiso que él lo hiciera, sentía la necesidad de continuar por alguna razón”, dice Daniel.
A pesar de los recelos de su familia, que en realidad quería que Daniel fuera a la universidad, se enlistó en el Ejército con sólo 16 años. Después de su primera estancia en Cúcuta, Norte de Santander, fue trasladado al Nudo de Paramillo, en límites entre Córdoba y Antioquia. Una vez allí, le tocaba estar en combates casi semanales con grupos de las antiguas FARC-EP.
El 19 de octubre de 2010, la compañía de Daniel llevó a cabo operaciones de registro y control militar de área. Llegaron a una parte alta con el fin de asegurar el paso de otra compañía. Cuando uno de sus Subcomandantes realizaba el correspondiente registro para montar una base de patrulla móvil, activó un explosivo. Los tres compañeros del herido, entre ellos Daniel Cruz, trataron de rescatarlo de la zona de peligro y en el proceso, estalló otro explosivo cerca. Daniel se dio cuenta que debió ser él quien provocó la explosión, ya que ese día perdió la pierna derecha. La atención médica fue lenta. “La evacuación tardó mucho tiempo por cuestiones logísticas y del clima, así que nos evacuaron casi a las 10:00 pm para la ciudad de Medellín. Al día siguiente, cuando desperté, efectivamente ya no tenía mi pierna y mi vida había dado un vuelco de 180 grados”, cuenta Daniel.
Este giro hizo que Daniel Cruz Pérez tuviera que renunciar a su sueño: seguir sirviendo en el Ejército y ascender en él, y precisamente eso fue lo que más le afectó emocionalmente. Lo que siguió fueron probablemente los meses más duros de su vida. El proceso de adaptación a la prótesis tomó más tiempo de lo que esperaba porque su muñón era débil, la mina tenía excremento y pintura lo cual consumió gran parte de su músculo. Esto lo obligó a trabajar más duro para fortalecerlo. Ocho meses después del accidente, Daniel Cruz Pérez por fin había comenzado a caminar con su prótesis. “El sentimiento tal vez más reconfortante durante muchos meses era lo que necesitaba para continuar. Volver a sentirte capaz, funcional, el sentimiento de poder hacer cualquier cosa de nuevo después de estar en silla de ruedas por mucho tiempo es algo que quizás no se pueda explicar con palabras”, señala Daniel.
Con la nueva energía y el apoyo de una beca, Daniel Cruz empezó a estudiar ingeniería industrial en la Universidad Sergio Arboleda, en Bogotá. Aún hoy habla con agrado de esta época de su vida. “Cinco años llenos de nuevas experiencias, personas, que lograron abrir mi mente a nuevas expectativas y oportunidades”, recuerda Daniel. Al mismo tiempo, siguió trabajando en los batallones del Ejército, realizando tareas administrativas. En Europa también hizo un diplomado, en España, y luego se mudó a Londres por siete meses, donde aprendió inglés.
Unos meses después de su llegada a Colombia, durante una visita al hospital, Daniel se reencontró con un compañero que le preguntó si le gustaba el fútbol. Como Daniel ya jugaba con sus amigos, el soldado le contó de Héroes de Honor. Sin dudarlo, se unió al equipo. “Recuperé la confianza en el deporte, mis habilidades con la prótesis se potenciaron como nunca antes en 8 años con ella”, dice Daniel. Está agradecido por los amigos que ha hecho allí, por el apoyo y considera que su brazalete de capitán y el hecho de formar parte del equipo es uno de sus mayores logros.
Hoy en día trabaja para Avianca como coordinador de seguridad a nivel nacional, donde tuvo la oportunidad de poner en práctica todas las competencias como exmilitar y como ingeniero, sin dejar a un lado las actividades deportivas del Club. Su historia no le ha llevado a donde quería ir hace 16 años, en cambio, han llegado nuevas oportunidades y, gracias a Héroes de Honor, ha encontrado algo que le fortalece: “hacer parte de nuevo de una comunidad. Una hermandad es algo absolutamente gratificante”. Quizá no siga exactamente los pasos de su hermano mayor, pero Daniel ha encontrado su propio camino.
El silencio que vivió Edison Angarita Celis durante su servicio militar, en el departamento del Huila, se rompió con su caída en un campo minado. Gracias a su incansable progreso con el interés por las cosas nuevas, ha encontrado nuevas pasiones.
A pesar de que los alrededores de Toledo, en Norte de Santander, eran asociados al conflicto armado, para Edison Angarita era una zona tranquila y apacible a finales de los años 80 y principios de los 90. Allí vivió su infancia, entre un pequeño caserío y las veredas cercanas, jugando con sus hermanos y pasando tiempo con su madre. Pero desde muy joven, Edison tenía un sueño: gracias a su tío, que era miembro del Ejército colombiano, quiso convertirse en soldado profesional en cuanto llegara el momento.
Cuando Edison cumplió los 18 años y quería irse de casa, fue reclutado por el Ejército durante una batida. Su plan de prestar el servicio más allá de su ciudad natal falló y fue desplegado entre los municipios de Saravena, Arauca, y Cubará, Boyacá —apenas a 160 kilómetros de Toledo—. Después de sólo dos años, se convirtió en soldado profesional en el BCG 99 de la Brigada Móvil 16 y, por eso, lo trasladaron cerca del municipio de Colombia, Huila. Allí, Edison hacía trabajos de guardia y registraba desplazados. Recuerda las conversaciones con sus compañeros, sobre lo que habían vivido durante la guerra y en sus vidas y que en las conversaciones había mucho silencio. El lugar en el que se encontraban les rodeaba un silencio siempre presente.
El 10 de diciembre de 2008, Edison estaba con su brigada haciendo un registro, cuando cayó en un campo de minas que se activó y lo hirió gravemente. Sus compañeros le ayudaron a salir del campo, le subieron en una camilla improvisada y le llevaron a un lugar más seguro.
Todos sus sueños de la vida profesional del soldado se acabaron en este momento: “Las aspiraciones de posiblemente el pasar del tiempo ser un suboficial o desempeñarme en algo más dentro del Ejército desaparecieron. Se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos”, dice Edison. Desde el lugar del accidente, Edison fue llevado inicialmente a un hospital de la siguiente ciudad más grande, Neiva. Desde allá, fue trasladado al Hospital Militar de Bogotá y se le practicaron las amputaciones que le salvaron la vida. Allí también cuenta que le colocaron prótesis por primera vez.
El primer choque después del hecho fue profundo. “¿Y si no pudiera volver a caminar?”, pensaba. Los primeros meses fueron duros para Edison: “Me demoré en agarrar nuevamente un ritmo de vida también por algún tiempo, me descuidé mucho físicamente.” Tras su salida del hospital, fue trasladado al Batallón de Sanidad, donde comenzó su rehabilitación. El apoyo médico le ayudó mucho y él aprendió a caminar de nuevo con sus prótesis sólo unos meses después de la amputación: “Estaba aprendiendo a caminar con un futuro incierto y temeroso de cómo iba a ser mi vida.” En 2009, Edison se salió del Ejército y comenzó una nueva vida. Como aún no tenía el título de bachiller, se dedicó por completo al objetivo de completar su carrera. Después, se formó como técnico y luego aceptó un puesto de trabajo.
Hace cuatro años, a Edison le llegó un mensaje de Nelson, el encargado del club, a través de otra persona. Por este conocido mutuo, Edison también consiguió el número de Nelson y decidió llamarle. Preguntó dónde y cuándo sería la próxima sesión de entrenamiento. Quería ver con sus propios ojos cómo los jugadores, con sus prótesis y su discapacidad, se las arreglan para jugar al fútbol. Edison también quería aprender eso, quería volver a estar en forma y sano. Lo cuenta hoy: “Ya llevo tres años en el club, agradecido, una bendición más de poder hacer parte de este club, mi vida cambió en muchos aspectos”.
Actualmente vive cerca de su hija pequeña de seis años, juega al fútbol con entusiasmo en Héroes de Honor y trata de visitar a sus padres en Norte de Santander con la mayor frecuencia posible. Viajar por Colombia se ha convertido en una de sus nuevas aficiones: “Colombia es muy grande, hay que pasearla y es otra de las cosas que más me gusta hacer. Es como un barniz de mi vida hasta ahora”. A pesar de su historia, o quizás a causa de ella, Edison es más positivo sobre el futuro: “A pesar de los sueños truncados y de ese difícil momento, la vida sigue. Hay mucho por que vivir. Más por que luchar. Hay cosas muy bonitas por conocer”.
Niño de campo que salió a trabajar a las minas de esmeralda y luego se enlistó en el Ejército, el soldado profesional Jaime Orlando Rojas aprendió a vivir con una prótesis tras pisar una mina antipersonal durante un combate con la guerrilla.
Rodeado de cultivos de maní, maíz, arroz, fríjol y cacao, vivió su infancia junto a sus abuelos, en la vereda Chanares de un pueblo muy colorido en Boyacá. Su madre salió a trabajar para Chiquinquirá cuando tenía 2 años, por lo que quedó a cargo de sus abuelos, quienes tenían una casita en madera y zinc. “Tuve una infancia muy bonita, que a pesar de las pocas comodidades, teníamos lo necesario para vivir”, asegura Rojas.
Recuerda que, en esos primeros años, ayudaba a su abuelo a ordeñar las vacas, cuidar a los animales y llevarle comida a los obreros. Casi no salía al pueblo, pues quedaba a 2 horas a través de un camino de herradura, pero, desde los 6 años, Rojas ya cuidaba los cultivos de arroz y maíz de los animales silvestres que se comían la cosecha. Tiempo después, lo enviaron a estudiar donde una tía, porque la escuela quedaba muy lejos de la casa de sus abuelos. De lunes a viernes donde su tía y fines de semana donde sus abuelos.
Al terminar la primaria, se fue a trabajar como obrero en el campo, para después comenzar en la minería de esmeraldas. Peñas Blancas, Coscuez y Muzo fueron las minas donde conoció a su padre y donde “tenía una vida muy libertina, solo me dedicaba a tomar, a las mujeres, a los juegos de azar. Mi papá era una persona adinerada pero también derrochaba mucho”.
Salió de las minas para prestar el servicio militar obligatorio en el Batallón Especial Energético Vial #6, en Miraflores, Boyacá. Al terminar, volvió a las minas en Coscuez por 8 meses, para finalmente incorporarse como soldado profesional en la Brigada Móvil #4 del Batallón de Contraguerrilla #39 en Granada, Meta. “Mi vida en el Ejército fue muy bonita, estábamos en la selva durante 5 meses, en registro y control de área, y luego salíamos a permiso durante un mes, en el que hacíamos varias actividades como reentrenamientos y especializaciones”. El soldado profesional Rojas pertenecía a la Fuerza de Tarea Conjunta Omega y la Fuerza de Despliegue Rápido (Fudra) y allí tuvo varios enfrentamientos con miembros de la guerrilla y otros grupos al margen de la ley.
“En ese hospital me cambió la vida por completo, el dolor de lo que me había pasado físicamente no era tan grande como el dolor de saber que iba a perder mi pie”.
El 26 de noviembre de 2010, Rojas, a los 26 años, se desplazaba junto a su batallón hacia Vista Hermosa, Meta, para realizar un reentrenamiento. En el desplazamiento fueron emboscados por la guerrilla y Rojas pisó una mina antipersonal que conllevó a la pérdida total del pie derecho. “Ese día fue muy devastador para mí, pues todas mis ilusiones y mis sueños se habían truncado por esto que estaba viviendo. Me llevaron al hospital del Gatra en Caquetá y allí me realizaron una intervención quirúrgica. Cuando me dijeron que me tenían que amputar, sentí que la vida se me acababa, le dije a los médicos que hicieran lo que fuera necesario”.
Al salir del quirófano, Rojas entró “en un estado de depresión muy grave. No quería vivir, quería morirme. [También] se acabó la relación que tenía, duré dos días sin querer ver a nadie, no quería que le informaran a mi familia”. Para su recuperación fue trasladado a Villavicencio hasta el 23 de diciembre del mismo año y luego volvió con su familia para las festividades. Semanas después se presentó en el Batallón de Sanidad, en Bogotá, e inició el plan complementario de recuperación.
Sus primos le ayudan a ubicarse en la capital y, con un crédito de libranza, Rojas se compró un bar, “eso fue un apoyo económico mientras me recuperaba. En el batallón realicé varias actividades deportivas, cursos, terapias, y luego conocí el Club Héroes de Honor, que ha sido un gran apoyo y distracción”.
Con las conferencias, integraciones sociales, entrevistas para medios de comunicación y actividades físicas como maratones o partidos de exhibición de fútbol de sala, Rojas se ha encaminado a una recuperación física y psicológica.
“Simplemente hay que reconocer la humanidad del otro, tener empatía, saber que todos tenemos una nueva oportunidad y que cabemos en este país”, Jhon Jairo Montero.
Jhon Jairo Montero tenía claro por qué quería pertenecer al Ejército Nacional de Colombia. A parte de la admiración que le tenía a su padre por ser policía, él sabía que en esta institución podría hacer realidad sus deseos: servirle a la comunidad y cumplirle la promesa a su madre de cambiar el piso de la casa, para que ella no se esforzara más al limpiarlo. Así, en el año 2001, Jhon Jairo entró a la Guardia Presidencial a prestar su servicio militar como soldado distinguido.
Al finalizar su servicio en la Guardia, Jhon Jairo fue asignado al Batallón de Alta Montaña #1 y, por un tiempo, estuvo custodiando y recorriendo el Páramo de Sumapaz. El 26 de febrero de 2008, Jhon Jairo estaba en la vereda La Sonora, en el departamento del Huila, cuando pisó una mina antipersonal que le ocasionó la pérdida de su pierna derecha debajo de la rodilla.
Ocho meses después del suceso, Jhon Jairo se sentía culpable y confundido. Sin embargo, gracias al apoyo de su familia, él decidió prepararse física y psicológicamente para que su cuerpo aceptara la prótesis. “En meses anteriores a conseguir mi prótesis, me puse por objetivo volver a caminar de la mejor manera posible. Me imaginaba caminando con mi prótesis mientras andaba con mis bastones, daba pasos imaginarios con mi mocho (muñón). Al momento de recibirla, me la entregaron al tercer día, porque me adapte a ella de una y salí caminando sin necesidad de bastones ni nada por el estilo”, relata Montero.
La primera prótesis que tuvo Jhon Jairo fue de una donación que hizo la fundación United For Colombia, que ayuda a víctimas colombianas de minas antipersonal. Al momento de tener puesta la prótesis, su primer pensamiento fue que podía volver a jugar fútbol como lo hacía en su infancia y adolescencia. Montero recuerda que entre semana cursaba su colegio y, al mismo tiempo, trabajaba en una construcción y un gimnasio, pero los fines de semana y durante las vacaciones, los dedicaba a jugar microfútbol con sus amigos en la localidad de Kennedy, en Bogotá.
Desde hace 12 años, Jhon Jairo pertenece al Club Héroes de Honor, donde ha jugado como portero y en otras posiciones dentro de la cancha. Para el soldado, este club deportivo es más que un equipo. “Fue un gran aliciente poder encontrar esta familia, ver otras personas con una misma pasión con ganas de luchar, de dar lo mejor por medio del deporte (..) además con ese componente psicosocial y de crecimiento personal, el cual ningún otro club posee, lo hace muy interesante e integral en el desarrollo deportivo y personal”, comenta Montero.
Jhon Jairo cree efervescentemente que el fútbol es una poderosa herramienta para enseñarle a la comunidad, sobretodo a los niños y los jóvenes, valores como la reconciliación y el perdón. Por eso, cuando lo invitaron a jugar junto a excombatientes de las FARC-EP aceptó inmediatamente. “Eso fue un simplonazo porque decía: bueno, si yo hablo del perdón, ¿qué tanto perdón existe en mí?”.
Después de compartir la cancha con quienes él antes consideraba como el enemigo, Jhon Jairo sintió que ese partido de fútbol transformó su vida, pensamiento y proceso de sanación en muchos aspectos. “Cuando vi a un excombatiente de las FARC-EP decir que él no se había imaginado el daño tan grande que causaba. Cuando pude ver su humanidad y siendo tan vulnerable (...) me di cuenta que detrás de esa persona también había un ser humano que se merecía una segunda oportunidad, así como la vida nos la dio a nosotros a través del fútbol”, comenta Montero en la emisión Espacios de Escucha de la Comisión de la Verdad.
Para Jhon Jairo no existen límites. Hace un tiempo les contó a sus amigos del club que tomó la decisión de “guardar en el cajón del recuerdo los pensamientos gastados para poder avanzar y, en el afán de confrontarse a sí mismo, se determinó a tomar decisiones que cambiaron su estado”. Gracias a esto, Jhon Jairo ha recibido varios reconocimientos por parte del Ejército; en el año 2010, se graduó como técnico en diseño gráfico publicitario, en la Corporación Educativa San Agustín; encontró una nueva pasión al pintar retratos de adultos mayores e interviniendo artísticamente las prótesis de compañeros, y ha participado en series de televisión actuando como militar o policía herido.
A la par que entrenaba, Nelson trabajaba en Codere, una casa de apuestas. Su función era ser el ojo en el cielo de los casinos, pues debía supervisar los juegos internacionales de mesa. Con el tiempo, Nelson se convirtió en un pin pon; del trabajo a los entrenamientos y de los entrenamientos a la casa. Solo tenía libre algunos fines de semana para jugar fútbol con sus amigos.
En medio de esos partidos, Nelson se dió cuenta que el fútbol era su camino para sanar y resistir. “El cambio empezó cuando yo pateé el balón. Ahí se derrumbaron todas las limitaciones que uno se hace en la cabeza”. Para Nelsón, el microfútbol ha estado presente desde muy joven. Cuando era adolescente, prefería ir directo a la cancha que a la casa a almorzar. La única manera para regresará a casa era cuando escuchaba a sus padres gritar.
Nelson, al ver que no era el único que veía el fútbol más allá de solo un deporte, tomó la decisión de crear el Club Héroes de Honor. Gracias a los encuentros de liderazgo que asistió cuando trabajaba en la Organización Mundial para las Migraciones, donde coordinaba y ayudaba a víctimas del conflicto armado a conseguir trabajo, sabía exactamente qué debía hacer para crear un espacio de transformación.
“Todos teníamos las mismas heridas en diferentes piernas, las mismas prótesis y teníamos algo en común, nos gustaba estar detrás de un balón. Eso fue lo que motivó al grupo a decir que podíamos construir un club de fútsal y consolidar un proyecto para todos; nos fortalecimos como grupo y familia. Ahí empecé a buscar patrocinadores, fundaciones que querían apoyar esto y comenzaron a llegar, poco a poco, engranando como un reloj suizo este proyecto", comenta Nelson.
Para Nelson Ramírez, el fútbol es la herramienta de transformación social más poderosa del mundo. No solo fue un pilar importante en su infancia y adolescencia, sino también la fuerza para sanar.
Cada vez que Nelson Ramírez escuchaba las palabras 'reunión familiar', sabía que ni la finca de sus abuelos, en la vereda La Chamba del municipio de Guamo, Tolima, iba a ser lo suficientemente grande para sus siete tíos y cerca de veinte primos. Aunque no había mucho espacio, todos llegaban a la cita, sobre todo su tío Nader Misael, el alma y el corazón de la familia. Por él, Nelson encontró sus dos pasiones: el fútbol y el Ejército Nacional.
En las reuniones, Nelson se asombraba de cómo los demás competían entre sí para que Nader fuera el delantero de su equipo, pues sabían que jamás se le escapaba un gol. Por la admiración que le tenía a su tío, empezó a interesarse en los partidos de los mundiales, de la Selección Colombia, de las jugadas del Pibe Valderrama y de llenar los álbumes de Panini junto a sus padres. Poco a poco, Nelson comenzó a soñar con un balón en sus pies, pero no se imaginaba que no solo sería un gran jugador, sino un ejemplo de superación.
A la edad de 12 o 13 años, Nelson vio partir a su tío hacia el Ejército Nacional. Era la segunda vez que se enlistaba. “Él se fue como soldado voluntario, entonces recuerdo que mi familia y yo no queríamos que se fuera”, relata Ramírez. En el año de 1997, a Nelson y a su familia les informaron que Nader y otros 16 soldados fueron emboscados y asesinados por entonces combatientes de las FARC-EP.
“Ahí el conflicto tocó a mi familia profundamente. Mi abuelo murió al año y después mi abuela, a los dos. Digamos que eso lo que hizo fue desintegrar a toda nuestra familia”, comenta Ramírez. Desde ese momento, Nelson se hizo la promesa de honrar y hacer recordar el legado de su tío. Así, sin más espera, a los 18 años, el 1 de enero de 2002, Nelson ingresó al Ejército Nacional como soldado Regular al Batallón de Ingenieros “Carlos Albán Estupiñán”, en Villavicencio, Meta.
En su servicio militar, Nelson se dio cuenta de que su vida estaba en el Ejército. Durante los 22 meses que estuvo, trabajó para cumplir los requisitos necesarios que le permitieran realizar la carrera militar, sin embargo, le faltaba terminar su bachillerato. Al poco tiempo de salir, el soldado Regular se graduó del colegio e inmediatamente entró a la Escuela Militar de Suboficiales Sargento Inocencio Chinca, en Melgar, Cundinamarca.
En la escuela solo duró seis meses. Aunque su familia había hecho un gran esfuerzo para pagar los costos iniciales como los uniformes y el equipamiento, los gastos diarios eran imposibles de solventar. En ese momento, Nelson sintió que su sueño había finalizado. Durante un año intentó buscar trabajo y estudiar, pero no logró encontrar algo estable, así que, después de reencontrarse con sus amigos de la escuela, decidió volver al Ejército Nacional como soldado profesional, con la aspiración de ser ascendido a Cabo Tercero.
A los pocos meses de ingresar, Nelson se encontraba, junto a su Batallón de Contraguerrillas #55, en la frontera con Ecuador, siguiéndole los pasos a varios jefes de las FARC-EP. Llevaban varios días y noches combatiendo, hasta que el 4 de febrero de 2008, el pelotón decidió descansar en un terreno cercano a un predio cocalero abandonado. “Llegamos hacia las 9 de la mañana (..) Primero ubicamos los equipos en un círculo pequeño para luego explorar la zona y así corroborar nuestra seguridad. Montamos puntos de observación y determinamos que era el lugar para pernoctar (pasar la noche)”, relata Ramírez.
Después de siete horas sin ningún contratiempo, Nelson, de un momento a otro, perdió el conocimiento y por unos minutos quedó totalmente ciego y sordo. “Mi primera reacción fue tocarme la cara. Tenía muchísima sangre. Me asusté y creí que habíamos entrado en combate. Pensé que había quedado herido, pero se me hizo extraño que nadie gritaba, había tranquilidad y momentos después escuché una explosión muy cerca”.
Lo primero que hizo Nelson fue tomar su arma y ponerse de pie, pero al dar el primer paso con su pierna derecha, cayó al piso. Intentó de nuevo y falló. Luego, miró su pierna y vio que no había nada del tobillo hacia abajo. “¡Campo minado! ¡Hay heridos!”, escuchaba Ramírez mientras se arrastraba a una zona segura para que sus compañeros pudieran ayudarlo. Después de horas de la explosión, Nelson fue trasladado a la Clínica de Florencia, en Caquetá, con el miedo de que también pudiera perder su pierna izquierda debido a las heridas que habían dejado dos esquirlas.
A pesar del pronóstico, Nelson solo perdió su pierna derecha, desde la pantorrilla, por una mina antipersonal. Lo primero que les dijeron a sus padres fue que él había muerto en combate, pero luego de hacer llamadas y preguntar sin descanso, se enteraron de que su hijo estaba vivo. “Fue algo durísimo que me tocó el alma. Lloré muchísimo, porque no se alcanza a dimensionar cuánto afecta a una persona (...) y a los familiares, que son los que más sufren al verme llorar, porque uno tiene conductas de suicidio, de culpa, de alcoholismo, de agresión, de rabia, porque uno siente que ya no sirve para nada”.
Nelson inició su proceso de recuperación en el Batallón de Sanidad de Bogotá. Allí decidió que el deporte sería su herramienta de transformación y superación. El primer paso fue empezar a practicar tenis de mesa, para participar en los Juegos Paralímpicos de Cali y Cúcuta. “Cambio mi vida. Me mostró que hay personas en condición de discapacidad que jamás se limitan y eso me dio a mí un ejemplo para decir 'yo también puedo'. Me ayudó a levantarme de la silla de ruedas, a tomar los bastones y a adaptarme a la prótesis para lograr pisar una cancha reencontrandome con lo que me apasiona, el fútbol”, recuerda Ramírez.
Durante toda su vida, el Soldado profesional Néstor Jair Garzón Angarita ha vivido junto a un balón de fútbol. Su niñez, juventud y vida actual, tras perder el pie izquierdo por una mina antipersonal, han estado acompañadas de un par de guayos y muchas ganas de jugar.
El mayor de cinco hermanos, Néstor Jair Garzón Angarita vivió su infancia en diferentes municipios de Cundinamarca. A su padre lo asesinaron cuando tenía 3 años, pero tuvo una infancia feliz junto a su madre, padrastro y hermanos.
Desde niño le gustaba el fútbol y la danza. Le gustaba tanto el fútbol que en su adolescencia madrugaba para jugar ‘micro’, en el recreo también jugaba, entrenaba dos veces por semana y jugaba en la tarde, de 6 a 8, cada día que podía. Su otra pasión fue el baile, por facilidades y gusto heredado llegó a pertenecer al grupo de danzas de Silvania, municipio donde nació. “Me gustaba bailar todas las clases de ritmo y representar muchos de nuestros bailes típicos nacionales. Pero lo que más me gustaba era salir a comparsas y conocer nuevos municipios y colegios”, afirma Garzón.
Esperó un año tras graduarse como bachiller y en el año 2005, al cumplir 18 años, ingresó en el Ejército Nacional de Colombia. “Al principio tomé esta decisión para probar mis capacidades y al final me quedé allí por gusto”. Su servicio militar lo prestó en Sumapaz, donde debía salir a patrullar las carreteras, “ya que para ese tiempo, los grupos armados amenazaron todo el área nacional con volar puentes de las principales carreteras del país”.
Al terminar el servicio militar, decidió seguir como soldado profesional y es así como en 2009, en proceso de ascenso del curso extraordinario 81 de la Escuela Militar de Suboficiales, Néstor Jair Garzón pisó una mina antipersonal. “No perdí el conocimiento, pero sí quedé aturdido por varios segundos. Pensé en mi familia y en qué sería de mi vida de ahí en adelante”.
En la mañana del 15 de junio del año 2009, las Fuerzas de Despliegue Rápido, Fudra, reportaron que necesitaban refuerzos. La unidad del soldado profesional Garzón era la más cercana, por lo que “en cuestión de minutos, nos dieron indicaciones en una maqueta improvisada al grupo que iríamos en el apoyo. Hicimos el desplazamiento y efectivamente tuvimos contacto con el enemigo. Me encontraba en la cuarta posición en la escuadra de punteros, ya que [yo] era el operador de la ametralladora. En pleno combate estábamos en la orilla de un caño minado. Lo activé con el pie izquierdo”.
Su rescate fue 4 horas después de haber explotado la mina. La zona era selvática y alejada, por lo que sus compañeros lo sacaron en una camilla improvisada y esperaron a que un helicóptero lo llevara desde Meta, donde fue el suceso, hasta San Vicente del Caguán, Caquetá.
Fueron su madre, hermanos, pareja e hijo, quienes lo han impulsado a sobrellevar la pérdida de su pie izquierdo. Actualmente, Garzón es deportista paralímpico de alto rendimiento y fue uno de los fundadores del Club Héroes de Honor, “en donde conformamos una segunda familia y motivamos a más miembros de la fuerza pública a superarse, a conseguir sus metas y no rendirse en el proceso”.
El fútbol es una pasión latente para Garzón, que le ha dado la determinación de ser partícipe de la Selección Colombia Paralímpica, para la que espera se implementen más prótesis de alto rendimiento y con mayor tecnología.
Sergio Ramírez Cañón nació el 29 de septiembre de 1990 en el municipio de Fusagasugá, Cundinamarca. Es el quinto de diez hermanos. En su infancia estudió en la escuela José Celestino Mutis y en la adolescencia se dedicó a trabajar en el campo. Cuando cumplió 20 años, Sergio tomó la decisión de presentarse al Ejército Nacional e ingresó al Batallón de Infantería #39 de Sumapaz.
Después de finalizar su servicio militar, entró a la Escuela de soldados profesionales del municipio de Nilo (Cundinamarca) y fue trasladado a Saravena, en el departamento de Arauca. Allí, estuvo un año, hasta el 9 de abril de 2014, cuando Sergio perdió su miembro inferior izquierdo y los dedos gordo e índice de la mano izquierda por una mina antipersonal.
Sergio ingresó al Club Héroes de Honor después de recuperarse en el Hospital Militar, en Bogotá. Actualmente vive en el municipio de Silvania, Cundinamarca, y recibe la pensión de invalidez.
Su pasión siempre ha sido el fútbol, de niño jugaba cada vez que podía, una afición que no se detuvo después de perder el pie izquierdo. Su aspiración más grande es participar en la Selección Colombia.
Sus primeros años de vida fueron en la provincia del Tequendama, en el municipio El Colegio o Mesitas del Colegio, Cundinamarca. Niño de campo que trabajó siempre la tierra, toda su infancia y adolescencia. Estudió la primaria y cuando cumplió la mayoría de edad, se enlistó en el Ejército Nacional de Colombia. “De pequeño, me gustó ponerme el uniforme, ser de las Fuerzas Militares, servirle a la gente. Cuando tenía como 13 años, empezó a rondar la guerrilla y querían que uno se fuera con ellos… Debido a eso, tomé la decisión más rápida, de irme para las Fuerzas Militares”, asegura Miguel.
A los 20 años, el soldado Regular Sánchez Sarmiento ya destacaba por su entrega y disciplina en el campo. Pertenecía al batallón de infantería #1 Mariscal Antonio José de Sucre y, allí, fue escogido para hacer el curso de paracaidista contraguerrilla en Tolemaida. “Me faltaban dos meses, dos cursos. Entonces le pasa a uno de todo por la cabeza. ¿Por qué a mí?, ¿qué voy a hacer?”
En 2001, con 20 años y 8 días, el soldado regular Sánchez Sarmiento cayó en un campo minado en Saboyá, Boyacá. “Estábamos haciendo unos caballos de brisa para una base que queda en Saboyá. Un caballo de brisa es como hacer una cerca en X y colocarle muchos alambres. Pues me encontraba haciendo esa operación y pisé una mina”.
Fue evacuado al Hospital Militar (Bogotá), donde le amputaron el miembro inferior izquierdo. En el departamento de prótesis y amputados, le hicieron recuperación física, que le costó casi un año. Acostumbrarse a su nueva extremidad fue y sigue siendo desafiante. “La primera prótesis que tuve fue tenaz, dolía mucho. Le salía a uno sangre… Acostumbrarse a ella es un proceso un poquito duro, pero toca meterle todas las ganas”.
El soldado Sánchez Sarmiento no asistió a muchas sesiones psicológicas que brindaban apoyo en el hospital, su recuperación psicológica fue impulsada por el choque emocional de ver tantos casos similares al suyo. “Los primeros días fueron críticos, pero en ese año caía mucha gente, mucho soldado. Un día ingresaron a mi habitación diciendo ‘Ey, mocho’, y eran soldados dándonos moral. Uno en silla de ruedas sin los dos pies, otro [con amputación] más arriba, otro más abajo. Entonces uno se decía, ‘pues pierdo un pie, pero entre lo peor sacar lo mejor. Estoy vivo y me queda un pie y la rodilla’”. Sánchez sintió y recibió apoyo en el hospital donde siempre le recordaban que podía volver a caminar, mientras que su batallón estaba pendiente de que tuviera siempre sus implementos de aseo.
Con el apoyo de su familia y amigos, Sánchez validó el bachillerato en la Corporación Matamoros durante su estancia en el Batallón de Sanidad. Tras culminar la recuperación, hizo un tecnólogo de electrónica y electricidad. Tuvo varios trabajos independientes como empleado, hasta que ingresó en la multinacional Schréder, donde trabajó y, con mucha disciplina y empeño, logró que la empresa le diera la oportunidad de seguir estudiando mientras trabajaba. Incluso, viajó por Colombia por su labor en la empresa. Con el tiempo, le dieron la oportunidad de independizarse mientras seguía trabajando con ellos. Es así que el Soldado Regular Sánchez pudo crear junto a un socio una microempresa manufacturera. Hoy es gerente de su emprendimiento y también trabaja para la multinacional. Además, se casó y junto a su esposa, tienen una hija y dos hijos.
Desde hace algunos años, Sánchez hace parte del club Héroes de Honor, donde puede jugar fútbol de salón junto a otros militares víctimas de las minas antipersonal. Juega fútbol, una de sus mayores pasiones, y siente que como club han llegado a muchas personas “demostrando que no existen las limitaciones para seguir con nuestras pasiones y lo que nos gusta hacer”. Poder participar en la Selección Colombia haría a Sánchez el hombre más feliz del mundo.
El soldado Regular Miguel Ángel Sánchez Sarmiento es pensionado del Ministerio de Defensa, donde recibe una pensión de invalidez, pero no existe en el Registro Único de Víctimas.
Se colocaron muchas piedras en el camino de Yuldor Eisenhower Morales Carranza. Una mina antipersonal cambió su vida para siempre. Una historia sobre la esperanza, el apoyo familiar y cómo el fútbol puede aportar una nueva luz a una vida.
Yuldor Eisenhower le debe mucho a su madre. Vivieron solos en Bogotá y le enseñó a ser agradecido y a defender sus valores. No tuvieron lujos, pero su madre se sacrificó para darle de comer, proporcionarle un techo y una educación. Para él, eso fue suficiente. Después de un tiempo, su madre conoció a un hombre que se convirtió en su padrastro. “Pero eso suena feo”, dice Yuldor. Para él, su padrastro, al que llama papá, “fue la persona que siempre estuvo ahí para mí, luchando y haciendo sacrificios para poder brindarme un mejor futuro, lo que hace un padre: hacer hasta lo imposible por sus hijos”.
Para ganar dinero y comprar un lote, los padres de Yuldor consiguieron un carro de pizzas y a sus 11 años le tocó salir a vender. Esto fue una constante en la vida de Yuldor. En sus años de juventud, ganaba el dinero con trabajos secundarios como en comidas rápidas o en construcción. Luego, en 2006, a los 18 años se presentó para prestar el servicio militar. Para él fue una época hermosa, una época de cambio, como la llama hoy.
Poco después, con el apoyo de sus padres y del Cabo Primero Ulloa —una persona que lo ayudó— y varias personas más, pudo ingresar a la Escuela de Suboficiales Sargento Inocencio Chincá del Ejército Nacional, e hizo parte del curso número 82 de suboficiales. Allí, realizó con éxito su formación como suboficial. “Salí para mi primera unidad con todo el ánimo y las ganas de acertar. Cumplí con todo lo que me pedían y esperaba día a día ser mejor”, afirma Yuldor.
Durante ese mismo periodo, también conoció a su futura esposa, Marcela Sandoval. Pero, cuando ella estaba embarazada, fue trasladado a Nariño, donde pasó a formar parte de la Brigada Móvil Número 32. “Allí me encontraba lejos de mi esposa e hijo, lejos de mis padres y hermanas, de mi papá y mis otros hermanos, luchando por mi país, por mi Ejército. Defendiendo y dando la vida por muchas personas que ni conocía”. Después de seis meses, en diciembre de 2012, se encontraba realizando operaciones contra las entonces FARC-EP y Yuldor no pudo llamar a su familia para desearles una feliz Navidad o un feliz año nuevo.
Luego, en enero de 2013, los combates con los guerrilleros de las entonces FARC-EP se hicieron más intensos. Algunos soldados murieron como consecuencia de los ataques. Yuldor Eisenhower, por su parte, ya no sabía qué hacer. “No sabía que iba a suceder más adelante, solo quería salir a ver mi familia y ya, culminar mi ciclo en esta área”, afirma Yuldor.
Para realizar una operación militar, de acuerdo con lo ordenado, Yuldor fue enviado junto a su grupo. El 20 de enero de 2013, por la mañana, recuerda Yuldor, lo último que escuchó fue un fuerte grito de uno de sus compañeros: “Mi cabo abrámonos que esto es una casa bomba”. Yuldor había pisado una mina antipersonal que explotó. Al principio no sintió nada, sólo el pitido en sus oídos, la hinchazón de su cara, la conciencia de que algo iba mal. Comenzó a examinarse superficialmente, palpando primero su cara y luego su cuerpo. Se dio cuenta de los huecos. En su mejilla, en su pierna, que es lo que más le dolió en ese momento. “Me jodí, pensé en ese momento. Empecé a escuchar a lo lejos la algarabía que tenían los soldados para poderme sacar de allí. Traté de quitarme todo lo que traía conmigo, el fusil, el chaleco y trataba temblorosamente de tener lo que me había quedado del pie destrozado”, asegura Yuldor.
Al principio estaba feliz de estar vivo, le agradecía a Dios y al soldado profesional Diego Alejandro Patiño, enfermero de combate que le salvó la vida; estaba seguro de que esto era sólo una piedra en el camino y que empezaría una nueva vida. Pero con la rehabilitación los problemas no tardaron en llegar. Dos meses y medio después de caer en la mina murió su primer hijo, Yulian Nicolás, y su suegra, Ana Lucía Sandoval. “Allí sentí que todo se me iba pique, no sabía en qué momento nos habían ocurrido tantas cosas feas, incluyendo una crisis económica y la necesidad de adquirir una casa propia”, afirma Yuldor Eisenhower.
Tiempo después de su lesión, y gracias a la Asociación Damas Protectoras del soldado, logró encontrar un lugar para él y su familia. Era un apartamento en arriendo en un quinto piso, que a pesar de no cumplir con las condiciones para una persona en condición de discapacidad, se convirtió en su primer hogar. Seguía con sus terapias, siempre de la mano de su esposa, quien le apoyó enormemente en esos meses y nunca lo abandonó: “Por eso es que valoro tanto a mi esposa, porque es una gran mujer, llevarme de un lado para otro en silla de ruedas y asumir las dificultades que se presentaron no lo hacen todas. Siempre luchamos incansable junto a mis hijos, pese a todas las necesidades”, asegura. De ahí que, en este momento, agradece a Dios por todas las personas que lo han acompañado después del accidente, a sus padres, hermanas y tíos de su esposa. Para él, “todos ellos han sido ángeles que han estado cuando los hemos necesitado”.
Una feliz coincidencia trajo entonces una nueva luz a la vida de Yuldor Eisenhower. En un viaje en taxi se puso a hablar con el conductor. El conductor le habló de su hermano, Daniel Alexander Reyes, quien también tenía una pierna amputada. Le dijo que estaba en un club de fútbol donde sólo jugaban personas con esa discapacidad. Le preguntó a Yuldor si quería unirse, quien no lo pensó dos veces e hizo el contacto. Asistió a los entrenamientos, conoció a los demás jugadores. El Club Héroes de Honor ha logrado lo que muchos organismos públicos no han podido hacer, dice Yuldor: “De inmediato me brindó apoyo y la oportunidad que necesitaba. Empecé a ver en el deporte un apoyo en todo: emocional, psicosocial y físicamente”. Por esta nueva "luz", como él mismo la describe, está inmensamente agradecido con el club. Ya lleva dos años jugando fútbol en el club que le abrió nuevas puertas y le dio esperanza. “Una oportunidad es lo que a veces necesitamos y aquí me la dieron en el Club Héroes de Honor”.
Edison Diomedes Rico Mora nació el 7 de mayo de 1995 en la vereda El Cardón, del municipio de El Cocuy, Boyacá. Gran parte de su infancia la vivió en el campo, hasta que, a sus 8 años y por causa de una enfermedad de su madre, él y su familia se fueron a vivir al casco urbano de El Cocuy. Allí, estudió su primaria y bachillerato, en el colegio José Santos Gutiérrez, donde resaltaba en los intercolegiados de fútbol, microfútbol y vóleibol.
Al terminar su bachillerato, Edison decidió irse a prestar el servicio militar al Batallón No. 1 Cacique Tundama, pero luego de unos meses lo trasladaron al Batallón Bíter No. 1 en Samacá, Boyacá. Allí, sufrió un accidente con una granada fallida, que mató a uno de sus compañeros. Edison perdió su pie izquierdo.
Tras el accidente, fue trasladado inmediatamente al Hospital Regional de Tunja, donde lo operaron. Luego fue llevado al Hospital Militar Central, en Bogotá, donde duró un mes hospitalizado. Más adelante, lo internaron en el Batallón de Sanidad Militar, donde empezó su recuperación y rehabilitación junto a sus familiares y amigos. Al mes, salió y continuó su proceso en casa de sus hermanas.
Por una conocida, se enteró del Club Héroes de Honor. “Entrar al club fue muy importante para mi vida. Me motivó mucho para salir adelante, tener mejores pensamientos y proyectos para poder superarme como persona”, afirma Edison. Por parte del Estado recibió una indemnización y tiene pensión por discapacidad, pero no ha sido declarado como veterano de guerra.
Joaquín Ernesto Garzón Acosta nunca vio el fútbol solo como un deporte. Para él, es la oportunidad perfecta para ayudar mientras disfruta de su gran pasión.
Fueron sus padres quienes le incentivaron la pasión por el fútbol, especialmente su papá, a quien veía jugar desde pequeño. Joaquín Ernesto Garzón tenía un apetito insaciable por el ‘balón pie’, por eso practicaba con su padre, en su escuela futbolística y en el colegio con sus amigos. El amor por este deporte lo llevó a representar a su ciudad, Bogotá, en diferentes torneos nacionales, hasta llegar a la Selección Colombia.
En su adolescencia, mientras estaba en la Sub-20, Joaquín representó al país en Brasil, Ecuador y Perú en la Copa Merconorte. Después de participar en varios torneos nacionales e internacionales, este jugador innato prestó su servicio militar en la Infantería de Marina, donde jugó por dos años en la liga de las Fuerzas Armadas, compitiendo en tres torneos nacionales.
Durante su servicio militar, Joaquín tuvo que sobrellevar la muerte de su padre. En esos momentos, tanto para él como para su madre, el acompañamiento psicológico fue de una gran ayuda para sanar y superar el duelo. Además, encontró en la psicología la vocación perfecta para unir su pasión por el fútbol y su gusto por el trabajo social. “Vi la oportunidad en la cual sabía que por medio de esta profesión podía impactar diferentes áreas, no solo lo social, sino también lo deportivo, lo clínico y educativo”, comenta Garzón.
Al finalizar su etapa por las Fuerzas Armadas, Joaquín continuó practicando fútbol en diferentes clubes, como Lanús, Cóndor y Saeta. Su deseo por seguir jugando lo llevó a ganar una beca académica en la Universidad Piloto de Colombia, donde estudió Psicología. Para mantener la beca, debía mantener un promedio sobre 4.0 y representar al equipo de fútbol de la institución educativa.
Con el tiempo, Joaquín encontró la forma de combinar su carrera con la práctica deportiva. Desde los 17 años, había estado jugando en la selección de fútbol con discapacidad visual de Bogotá como arquero, guía y técnico en los Juegos Paraolímpicos. Después de estudiar no sólo siguió en el equipo como jugador, sino que también tuvo la oportunidad de realizar diferentes actividades y labores psicológicas para sus compañeros.
La experiencia que obtuvo con el fútbol y al trabajar en otros deportes integrados por personas con alguna discapacidad, lo llevó a convertirse en el entrenador del Club Héroes de Honor. Allí se encarga de que los jugadores, según la condición física de cada uno, se preparen para desenvolverse en la cancha de fútbol. Además, trabaja con ellos en el tema motivacional, para que se vean como los jugadores de alto rendimiento que son.
La psicóloga Daniela Gómez Delgadillo tiene la vocación de apoyar y aportar, en lo que pueda, a quienes se lo solicitan. Ella es hoy la psicóloga del Club Héroes de Honor.
Con sangre boyacense, pero bogotana de nacimiento, la psicóloga Daniela Gómez Delgadillo siempre ha tenido un vínculo estrecho con el mundo deportivo y la actividad física. Desde pequeña practicó patinaje de carrera, fútbol y crossfit, lo que la ha guiado a través de su carrera profesional.
Al terminar el bachillerato, y por su aspiración de ayudar a los demás, comenzó a estudiar Psicología en la Universidad del Bosque, donde se graduó en el año 2018. Recibió su diploma y comenzó una especialización en Psicología del Deporte, que terminó un año más tarde. En el año 2020 comenzó una maestría en Psicología con énfasis en deporte, que aún estudia.
Tras terminar sus prácticas y estar vinculada por 1 año y medio con Compensar, se vinculó con Millonarios Fútbol Club, donde continuó su formación como profesional de la Psicología del Deporte. Fue hasta el año 2019 que se vinculó con el Club Héroes de Honor, donde acompaña y lidera el proceso deportivo y psicosocial de sus integrantes.
“Me gusta mucho la parte social, pero me gusta más que las personas que han tenido dificultades no las ‘pordebajeen’ o no las vean con lástima, sino que se den cuenta que ellos también tienen cosas para dar”, afirma Gómez. Con su apoyo, ha sido capaz de potencializar las características y cualidades de los jugadores, demostrando que “el proceso de vida que todos han ido teniendo los ha construído, los ha forjado”. Con el apoyo de las familias y con las ganas de aportar a los procesos dentro y fuera de la cancha, Gómez asegura que lo que más desea es “verlos crecer como club”. Para ella es importante brindar herramientas y estrategias para que los integrantes del Club Héroes de Honor puedan ser personas íntegras y mejores deportistas.
Pero no le ha sido fácil ponerse en los zapatos de quienes hacen parte del club. “Yo no estoy en sus mismas condiciones físicas, no pasé su experiencia, no sé lo que se siente”. Gómez asegura que, a pesar de que con algunos miembros es más fácil que con otros, pues algunos son más receptivos, lo que es realmente retador es la constancia.
“Pero yo estoy muy agradecida con el club. Por la oportunidad, por la experiencia, porque realmente impactan mi vida, como profesional, y cada día aprendo de ellos y es lo que quiero siempre”.
Con 24 años, Gómez vive con su hermano mayor, mamá, papá y labrador chocolate. Se describe como “una persona decidida, perseverante y comprometida con lo que se propone, pero además con las personas que la rodean”.
Manuel Vicente Riveros Rodríguez nació el 3 de junio de 1982 en la vereda La Vega del municipio de Tibacuy, Cundinamarca. Es el único varón y el menor entre tres mujeres. En el año 2000, cuando se graduó del colegio, entró a estudiar ingeniería agronómica en la Universidad de Cundinamarca, pero, al darse cuenta de que esa no era su vocación, decidió enlistarse en las filas del Ejército Nacional y hacer el curso de Suboficial.
Sin embargo, diez años después, el 23 de abril de 2010, Manuel perdió su miembro inferior izquierdo tras pisar una mina antipersonal en un pueblo llamado La Julia. “Cuando a uno le pasa un accidente de esos, lo primero que hace es preguntarse por qué a mí y luego intenta buscar a los culpables. Ya al final uno acepta la situación y se da cuenta que es una oportunidad de Dios”, afirma Manuel.
Desde entonces, ha recibido la indemnización y rehabilitación por parte del Estado y su familia se convirtió en su mayor apoyo en el proceso. Además, desde que varios de sus compañeros lo animaron a pertenecer al Club Héroes de Honor, hace aproximadamente un año y medio, se volvió a sentir ocupado y útil. “Encontrarse con un club para personas que sufrimos el mismo accidente y ver que uno puede volver a jugar fútbol con prótesis es algo muy bueno”, asegura Manuel.