UNA LUCHA COMUNITARIA
QUE RESISTE A PESAR DEL DOLOR

Aquellos tiempos de paz

La historia del municipio El Castillo se conecta con la de toda Colombia: cientos de familias se desplazaron de unas regiones para poblar otras entre 1930 y 1950, durante el periodo de La Violencia, en mayúsculas, aquella época de disputa en la que liberales y conservadores se mataban a sangre y fuego mientras la población campesina tenía que esconderse y huir para no ser asesinada por sus ideales políticos. Esta violencia bipartidista, que marcaría a toda una generación, fue descrita en 1962 por Orlando Fals Borda, el monseñor Germán Guzmán y Eduardo Umaña Luna en La Violencia en Colombia.

Allí tiene sus raíces la historia de poblamiento de El Castillo. Entre los años 60 y 70 llegaron a los Llanos familias desplazadas provenientes de Huila, Tolima, Cauca y Valle del Cauca, entre otros departamentos. “Nuestros abuelos y padres llegaron a esta región huyendo de la matanza fría de La Violencia. Llegaron e hicieron fundos; unas cuatro o seis fincas. Sabían que había más familia con necesidades, así que a lomo de mula y a pie fueron trayéndolos. Así se fundó esta región: venían por el páramo de Sumapaz, por el río Guayabero, y llegaron por la trocha”, asegura Edwin Vargas, habitante del municipio.

Así también lo recuerda Rubelia Pinto, quien llegó a la región con su familia hace más de 60 años, provenientes del Huila. Llegaron a la que hoy se conoce como la vereda La Cima, una de las más antiguas del municipio. En ese entonces solo había dos fincas y el lugar más cercano era San Martín, a tres días de camino. “Para comprar un kilo de sal nos tocaba ir hasta San Martín, durábamos tres días en caminos de mulas. Se comenzó a sembrar la tierra, se empezó a cultivar arroz y maíz, ese era nuestro pancoger. El que fue llegando fue sembrando caña, plátano, yuca, y el que tenía le prestaba al que iba llegando. Así se fue llenando la vereda”, cuenta Rubiela.

Esta región, además de refugio, les brindó a estas familias tierras fértiles para cultivar todo tipos de alimentos, a tal punto que se convirtió en despensa agrícola del país. Fueron tiempos de prosperidad económica y también de paz y organización social. “Entre 1964 y 1978 se vivieron años de paz verdadera; nadie molestaba a nadie, había mucho respeto. Nos empezamos a organizar políticamente por medio del Sindicato Agrícola. No había necesidad de ninguna ley, la ley era la misma comunidad”.

Según el informe “Pueblos arrasados. Memorias del desplazamiento forzado en El Castillo, Meta”, del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), por estos tiempos también llegaron las FARC, que se consolidaron en la región a finales de la década de 1970. Esta zona era estratégica por su ubicación entre el páramo de Sumapaz y el municipio de La Uribe, por muchos años la sede del secretariado de dicha guerrilla.

La región empezó rápidamente a ser estigmatizada por ser una “zona roja” o guerrillera. Los procesos organizativos de la comunidad por medio del Sindicato Agrícola, hoy Sindicato de Trabajadores Agrícolas Independientes del Meta (Sintragrim), y su cercanía al Partido Comunista Colombiano (PCC) quedaron enmarcados en la distorsionada imagen de que El Castillo era “cuna” de guerrillas. Esta estigmatización perduró por muchos años y se intensificó a tal punto de llevarse consigo las vidas de líderes y lideresas, y de campesinos que creían en la paz y la justicia social.

La vida fue asesinada en primavera

La década de los 80 trajo consigo una intensificación de la estigmatización y persecución de las formas de organización social y política de la comunidad castillense. Los habitantes de la región recuerdan que a partir de esa época no se volvió a tener paz ni tranquilidad. Cuando se supo que había grupos de guerrilla en el municipio, arribó la persecución de la fuerza pública en contra del campesino. Hubo estigmatización contra ellos; los culpabilizaban de colaborar con las guerrillas.

Según el informe del CNMH ya citado, el actuar de la fuerza pública se sumó a la llegada de nuevos actores armados y económicos a la región, como los esmeralderos de Víctor Carranza y los narcotraficantes del Cartel de Medellín, al mando de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias ‘El Mexicano’. La unión de estos actores fue el origen del paramilitarismo moderno en los Llanos Orientales, pues llevaron a la región a paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), creadas por Carlos y Fidel Castaño, y de las Autodefensas de Puerto Boyacá.

En este contexto, en 1984 se firmaron los Acuerdos de La Uribe, entre las FARC y el gobierno de Belisario Betancur, como un intento por frenar la guerra. A partir de ese acuerdo se creó la Unión Patriótica (UP), partido político que pretendía promover la participación política de miembros de las FARC, así como de sectores alternativos y partidos de izquierda marginados, como Sintragrim y el PCC. En 1986 la UP participó por primera vez en unas elecciones nacionales, en las que por voto popular ganó varios cargos, tanto en El Castillo como en todo el país. Ello determinó la oportunidad de que las organizaciones sociales del municipio pusieran en marcha el proyecto de país que venían construyendo de tiempo atrás.

Este proyecto se desvaneció rápidamente a causa de una época de violencia política que marcó y sigue marcando la historia de todo el país hasta nuestros días: el genocidio de la Unión Patriótica, conocido como “El baile rojo”, reseñado por Steven Dudley en Armas y urnas: historia de un genocidio político. El Estado y las Fuerzas Militares pusieron en marcha la Operación Cóndor y los planes Baile Rojo, Esmeralda y Golpe de Gracia. Con estas estrategias militares se pretendía exterminar a dirigentes políticos de dicho partido por medio de masacres, asesinatos, desapariciones forzadas, hostigamientos, amenazas, encarcelamientos, ataques a bienes e incluso el despojo de su personería jurídica.

Henry Ramírez, padre de la Misión Claretiana y quien ha acompañado a esta comunidad en las épocas más agudas del conflicto, asegura que en esa época vivir en El Castillo implicaba un riesgo para cualquiera. “Pensar en El Castillo era pensar en UP y en izquierda. Muchos jóvenes de la época no sacaron sus cédulas en el municipio porque en los retenes paramilitares de El Dorado o de Granada, si alguien era de El Castillo, era sangre guerrillera y era objetivo de muerte. Era una lógica de invisibilización y una estrategia de terror que logró una especie de eliminación del municipio”, asegura.

En un punto conocido como Caño Sibao, en la vía que conecta a El Castillo con Granada, se perpetraron cuatro masacres en las fueron asesinados militantes y simpatizantes de la UP. La tercera de ellas, ocurrida el 3 de julio de 1988, dejó un saldo de 17 personas asesinadas. Según relata la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, ese día Manuel Mazo, el alcalde de El Castillo, iba a tomar un campero de servicio público, pero por motivos de trabajo no alcanzó a hacerlo. Como el plan era asesinarlo, cuando el vehículo pasó por Caño Sibao, fue bombardeado con granadas y atacado con ráfagas de fusil por parte paramilitares vestidos de civil, financiados por el esmeraldero Víctor Carranza y apoyados por miembros del Ejército.

La cuarta masacre de Caño Sibao, ocurrida el 3 de junio de 1992, es quizá una de las más nombradas en el municipio, por su impacto en el tejido comunitario. Ese día fueron asesinados María Mercedes Méndez, alcaldesa saliente del municipio; William Ocampo Castaño, alcalde recién elegido; Rosa Peña Rodríguez, tesorera de la Alcaldía, y Ernesto Sarralde, coordinador de la Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agropecuaria (UMATA), todos miembros de la Unión Patriótica. También fue asesinado Armando Sandoval, conductor de la Alcaldía.

Según lo relata la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, dos horas antes de la masacre María Mercedes y William habían tenido una reunión en la Brigada VI del Ejército en Villavicencio, en la que reclamaron garantías de seguridad para miembros de la UP. Este partido afirma que la masacre fue perpetrada por paramilitares al mando de Manuel de Jesús Pirabán, alias ‘Jorge Pirata’, con apoyo de la VII Brigada y del Batallón 21 Vargas, del Ejército Nacional.

María Mercedes Méndez en la “Gran cumbre de reconciliación y consolidación de la paz del Ariari”. Archivo personal de las hermanas García Méndez.

María Mercedes Méndez, alcaldesa de El Castillo entre 1990 y 1992, se caracterizó por ser una lideresa comprometida con la defensa de los derechos humanos y la paz. Logró reunir a guerrilleros y paramilitares por medio de la “Gran cumbre de reconciliación y consolidación de la paz del Ariari”, en la que las partes firmaron un pacto para detener la confrontación. Su asesinato no solo acabó con dicho pacto; también marcó una ruptura en la comunidad, el partido y su familia. En casa quedaron sus cuatro hijas: Hada, Tania, Paola y Linda, y su esposo José Rodrigo García, diputado de la UP en la Asamblea Departamental del Meta, quien ese mismo año también fue asesinado por paramilitares y agentes F2 de la Policía.

Ante este contexto adverso para los y las habitantes de El Castillo, y a pesar de que el movimiento social se fracturó, la comunidad continuó resistiendo y organizándose, esta vez por la defensa de la vida. “En ese proceso de exterminio contra la UP y la década de violencia, las comunidades organizan éxodos para salir a las cabeceras municipales y Villavicencio a exigir el respeto a la vida”, asegura el padre Henry Ramírez.

A pesar de las exigencias y la resistencia del pueblo castillense, el conflicto armado no se detuvo. En 1997, Carlos Castaño decidió unificar los diferentes grupos paramilitares que existían en el país bajo un mismo mando, al que llamó Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Un año después, en plena expansión paramilitar, iniciaron los Diálogos del Caguán entre las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana, una nueva oportunidad para construir paz en el país. Las comunidades de El Castillo y de toda la región se movilizaron y organizaron para apoyar el proceso de paz.

Crédito: Archivo Periódico Llano 7 Días. Tomado del especial multimedia “La lucha tiene rostro de mujer”.

Como parte de los acuerdos durante los Diálogos, se creó la zona de distensión o “despeje”: un área de más de 42 mil kilómetros cuadrados que integraba a los municipios de Vista Hermosa, Mesetas, La Uribe y La Macarena, en Meta, y San Vicente del Caguán, en Caquetá. En esa zona las FARC tenían el control y la libertad para movilizarse con garantías de seguridad. Aunque El Castillo no hacía parte de dicha zona, al limitar con algunos de los mencionados municipios era un paso para entrar y salir de la región.

Durante los Diálogos del Caguán se estableció la Misión Claretiana en El Castillo. Si bien desde 1994 hacía presencia en el municipio, junto a la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, en el año 2000 decidieron establecer una misión allí. El padre Henry llegó a la región con cuatro misioneros más, con la intención de acompañar a las víctimas del conflicto armado, apoyar sus procesos organizativos y aportar en la reconstrucción del tejido social. A partir de ese momento, el padre Henry se convertiría en un bastión espiritual y organizativo en El Castillo para los años difíciles que estaban por llegar.

El gran desplazamiento y la gran resistencia

Aunque el nuevo siglo llegó con la ilusión de paz de los Diálogos del Caguán, a la vez fue el inicio de una de las épocas de mayor intensificación del conflicto armado. Si bien la comunidad del municipio ya había sido estigmatizada y perseguida en otras épocas, a partir de 2001 esa persecución se tradujo en los más altos índices de desplazamientos forzados, homicidios, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales que había vivido la población castillense hasta ese momento.

Crédito: Archivo Periódico Llano 7 Días. Tomado del especial multimedia “La lucha tiene rostro de mujer”.

Después de años de tensiones, los Diálogos del Caguán se rompieron en 2002. Esto trajo consigo “la retoma del Caguán”, arremetida militar que pretendió recuperar el control de la fuerza pública sobre la antigua zona de distensión, enmarcada en la Operación Tánatos. A esta tarea de acabar con la guerrilla se sumaron paramilitares del Bloque Centauros, de las AUC. “Hubo una violencia muy dura sobre estas regiones. Una vez se rompieron esos Diálogos, hubo una arremetida de fuerza pública por estos lados. El Castillo no quedó entre la zona de distensión, pero quedó en límites, entonces ocurrió una violencia muy cruel en el municipio”, recuerda Héctor Quiceno, habitante de El Castillo.

El municipio continuó siendo tildado de guerrillero y sus habitantes tuvieron que salir masivamente de las veredas, para no ser perseguidos, atacados e incluso asesinados. Según el Registro Único de Víctimas (RUV), las cifras de desplazamiento forzado en El Castillo pasaron de 339 personas expulsadas en 2001 a 1.217 en 2002 y 2.416 en 2003. Ello quiere decir que en dos años las cifras aumentaron siete veces. El padre Henry asegura que más de 17 veredas quedaron completamente vacías entre 2001 y 2005, lo que muchas veces coincidió con que eran veredas social y políticamente organizadas.

Esta nueva arremetida militar y paramilitar hizo que Graciela Herrón perdiera más de 500 reses y se viera obligada a convivir con paramilitares durante diez meses en su casa, ubicada en la vereda Alta Cal. “Fue una época muy horrible, uno día y noche con ellos dentro de la casa, echados en una hamaca, ponían las armas en el suelo. Cuando abríamos la puerta en la mañana, ya nos tenían encañonados”, cuenta Graciela con lágrimas en los ojos, lo que da cuenta de que tiene el dolor intacto. Un día Graciela fue a buscar a alias ‘Don Mario’, uno de los jefes paramilitares del Bloque Centauros, y le exigió que le desocuparan la casa. Por suerte, resultaron ser paisanos, así que ‘Don Mario’ ordenó que sus hombres se fueran.

Hay historias como la de Graciela en la mayoría de veredas del municipio. La lideresa Luz Neida Perdomo recuerda que su vereda, La Esmeralda, también fue blanco de robos y señalamientos por parte de paramilitares, guerrilla y Ejército. “Después de una toma del Ejército de más de un mes, el caserío quedó vuelto nada. Eran 12 casas y todo estaba desocupado, a todos nos robaron”, recuerda Luz Neida. En 2002, la comunidad de La Esmeralda salió desplazada hacia otras cabeceras municipales, pero sobre todo hacia Villavicencio.

De esta vereda hacía parte Reinaldo Perdomo, padre de Luz Neida y uno de los líderes sociales más recordados de todo el municipio, quien además era defensor de derechos humanos, sindicalista e integrante del Partido Comunista Colombiano. La lideresa María Santos, también de La Esmeralda, recuerda cómo los habitantes desplazados fueron encontrándose en Villavicencio. “Pensábamos que queríamos volver a nuestra tierra. Si nos devolvíamos cada uno individualmente era un poco difícil; la única manera de volver nuevamente era organizándonos, asociándonos”, asegura María.

En 2003, debido a su trabajo organizativo junto con la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Reinaldo viajó a Riosucio, Chocó y conoció el proceso de la Zona Humanitaria de Cacarica. Según Fabio Ariza, las zonas humanitarias son áreas que “se cobijan bajo el principio de distinción del DIH y son exclusivas para la población civil. Se inspiran en el modelo de los conjuntos residenciales, en el sentido en que son zonas cerradas y manejan su propia seguridad”, asegura Ariza

Reinaldo regresó a Villavicencio con la idea de crear una zona humanitaria en El Castillo. Este entusiasmo, que rápidamente compartió con su comunidad, fue apoyado por el padre Henry. Pero un mes después de su llegada de Cacarica, Reinaldo fue asesinado en Villavicencio. “Ahí hubo una pausa, por miedo. De todas formas, las familias decidieron continuar. Pensaron que ahora más que nunca tenían que continuar”, recuerda Luz Neida. Así nació la Comunidad Civil de Vida y Paz de El Castillo (Civipaz), zona humanitaria para que familias desplazadas del municipio regresaran en condiciones de seguridad y no repetición a las tierras de las que un día tuvieron que huir.

Si bien La Esmeralda continuó organizándose a pesar del asesinato de uno de sus líderes, otras veredas tuvieron más dificultad; allí el proceso les tomó más tiempo. Es el caso de Caño Dulce y Malavar, veredas en en las que los animadores cristianos —miembros de la comunidad vinculados a la Misión Claretiana, que sirven de puente para realizar actividades de la Misión, como eventos religiosos o grupos de oración— fueron objeto de persecuciones y asesinatos por parte de todos los actores armados, por su labor comunitaria y religiosa. “Eran nuestros bastiones misioneros en las veredas. Sin esos misioneros no había forma de llegar a las veredas. Fueron los guías fundamentales que nos quitó la guerra”, asegura el padre Henry.

Elías Fajardo, animador cristiano clave para la comunidad de la vereda Malavar, fue asesinado en 2003. Samuel Téllez, habitante de la región, recuerda ese día como si hubiera sido ayer: “Esa noche la pasé muy mal. Toda la noche no supe cómo dormir. Pensaba en que luego vendrían por mí. Al otro día me tuvieron amarrado todo un día en un palo. Eran del Ejército y de los paras, todos revueltos. Yo pensaba ‘ellos están esperando a que se oscurezca para sacarme por el camino, me dan un tiro a uno y me hacen pasar por falso positivo’”, recuerda Samuel. Hoy la vereda se recupera de a pocos, con sus miedos y sus heridas.

Samuel Téllez, habitante de la vereda Malavar, El Castillo. Sobreviviente del conflicto.

Otros asesinatos que marcaron a la comunidad fueron los de María Lucero Henao y su hijo Yamid Daniel Henao, de 16 años, quienes fueron ultimados el 6 de febrero de 2004 por paramilitares del Bloque Héroes de los Llanos. “Los paramilitares le hicieron un montón de amenazas, que tenía que irse del territorio, que ella era un estorbo para ellos. Lo que ella quiso enseñarnos era que tocaba hacerle cara a esas dificultades y no había de otra sino afrontar el tema, porque no podíamos dejarnos envolver del miedo”, recuerda Helena Henao, que era una niña cuando su madre María Lucero fue asesinada.

María Lucero fue por muchos años presidenta de la Junta de Acción Comunal de la vereda Puerto Esperanza porque nadie más se atrevía a hacerlo. Era profesora y militante de la UP, del PCC y de Sintragrim, y era quien recogía los cadáveres que aparecían en la vereda y les daba digna sepultura. Además, era madre cabeza de hogar de nueve hijos e hijas. “Era una mujer, mamá y papá en toda su plenitud de cuidado, cariño y afecto. Siempre estuvo en la mitad de la comunidad liderando, escuchando desde ese ángulo, y mirando qué podía hacer por cada habitante”, asegura su hija Helena.

Tiempos de regresar y continuar la lucha

Aunque el conflicto armado continuó en el territorio, a partir de 2005 empezó a disminuir su intensidad. A pesar del dolor, la fractura del tejido social y los daños, que tal vez son irreparables, El Castillo fue una comunidad que se organizó en sus mejores épocas y que continuó haciéndolo en la adversidad y en la distancia. “Después de estas épocas tan difíciles viene todo un proceso de reconstrucción del tejido, de entender que la defensa del territorio se tenía que hacer desde aquí y no desde otro lugar. Y se venció algo que es muy fuerte: el miedo. Luego de 2005, todo se empieza a recomponer”, asegura el padre Henry.

En esta época, la comunidad desplazada de La Esmeralda regresó a su tierra a construir la Zona Humanitaria Civipaz. “Esto para nosotros fue un trabajo duro: asociarnos, sacar una personería jurídica, legalizarnos. También tuvimos que hacer mucho trabajo a nivel nacional e internacional. No eran solamente las balas o el bombardeo, sino también la desaparición, la tortura y los asesinatos. Fue una manera de volver pero también de romper el miedo de muchas personas que querían volver”, asegura María Santos.

La tarea no fue sencilla: eran cerca de 35 familias y no tenían recursos propios para construir la zona humanitaria. Acudieron al gobierno, pero este no les prestó mayor atención, así que consiguieron recursos internacionales. Además, la comunidad le pidió al gobierno acompañamiento de parte de instituciones como la Defensoría del Pueblo o la Personería municipal, pero solo recibieron el ofrecimiento de acompañamiento del Ejército, el cual chazaron. “Cuando llegamos eran casitas de lona. Empezamos a hacer reuniones con el fin de volver a nuestras fincas. Pasado el tiempo, pudimos volver a algunas fincas, pero muchas de ellas, que habíamos dejado con buena casa y con buenos cultivos, ya no tenían nada. Empezar de cero era difícil, pero con el tiempo fuimos reconstruyendo todo”, cuenta Héctor Quiceno.

Regreso, no retorno. Esa es una de las frases que repite la comunidad de Civipaz. Mariela Rodríguez, una de las lideresas más importantes tanto de Civipaz como de todo el municipio, aclara que “regresamos, pero no hubo garantías para llegar. Si hablamos de un retorno, es con un acompañamiento del gobierno. Nosotros quisimos ese acompañamiento, pero no lo obtuvimos; entonces fue un regreso y no un retorno”, asegura.

Más allá de recibir o no apoyo de un gobierno que por muchos años le ha dado la espalda, la comunidad de El Castillo continúa construyendo escenarios de paz y esperanza, así como escenarios políticos de participación. Este es un municipio que ha vivido de cerca las adversidades de la guerra, pero que se reconstruye todos los días desde la resistencia. “Se trata de retornar, pero retornar a la vida con mucha esperanza y mucha dignidad”, concluye Luz Neida Perdomo.

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Agradecemos especialmente al Comité de Memoria y Veeduría de los Procesos de Reparación Integral de las Víctimas de El Castillo, Meta, a la Misión Claretiana, a la Corporación Claretiana Norman Pérez Bello y a todas las juntas de acción comunal que participaron en la gestión de esta peregrinación.