Personas que pertenecían a la guerrilla, al paramilitarismo, a la Fuerza Pública, que fueron víctimas o que tienen marcadas diferencias trabajan de la mano por la paz. Para romper barreras, cuentan sus historias, hacen kintsugi, una serie animada, máquinas del tiempo, ejercicios corporales y firman pactos.
Óscar Leonardo Montealegre nació en Ibagué el 10 de abril de 1978. A los 4 años sufrió el hecho que marcaría su vida: sus padres fueron asesinados por las FARC-EP, mientras su mamá sostenía en brazos a su hermanito, aún bebé. Creció huérfano. Unas décadas y varios cambios de rumbo después, encontró la adopción en quien jamás imaginó: la madre de una de las víctimas de la organización paramilitar a la que él mismo perteneció.
A los 17 años, Jhon Fredy Vega Reyes, alias “Tiburón”, lo invitó a unirse a las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC. Aunque no sabía nada de ellos y no entendía nada del conflicto, para Óscar fue suficiente escuchar que se trataba de una especie de legión que luchaba contra la gente que mató a sus papás. Dejó todo y partió.
Llegó a San Blas, corregimiento de Simití, Bolívar, donde recibió un entrenamiento de tres meses. Con el tiempo, llegó a ser el segundo al mando del Bloque de las AUC del Sur de Bolívar, comandó estructuras en Santander y parte del Magdalena Medio y alcanzó a tener 1.200 hombres bajo sus órdenes. Pero en septiembre de 2006 se entregó a las autoridades, en el marco del proceso de desmovilización de las autodefensas.
Ingresó a la cárcel de máxima seguridad de Itagüí, que ahora se llama Cárcel La Paz. Entonces, comenzó el proceso de afrontar lo que fue su vida en las AUC. Uno de los momentos más difíciles fue el de encarar a sus hijos. Cuando los dos niños buscaron el nombre de su papá en internet, descubrieron la razón que lo tenía en prisión y que lo había alejado de ellos durante años. “Papá, ¿tú has matado niños?”, le preguntó uno. Tras el impacto y el dolor de un cuestionamiento auténtico y directo, vino el reconocimiento: “No. Pero les he hecho daño a muchos al quitarles a sus seres queridos”. Luego, la narración de toda la historia detrás de esas decisiones equivocadas. Y luego, el perdón de sus hijos.
Otro día, a la cárcel llegaron de manera sorpresiva las Madres de la Candelaria, integrantes de una organización que agrupa a familiares, en su mayoría mujeres, de víctimas del conflicto. “Los queremos libres, vivos y en paz”, gritaban. Querían hablar con los verdugos de sus hijos cara a cara, pedir explicaciones, buscar respuestas. Tras insultos, llanto y la expresión liberada de un dolor que habían cargado durante años, vino el silencio. Tenían al frente a quienes habían querido ver, pero no sabían qué camino seguía.
¿Qué los llevó a ellos a tomar el camino de las armas?, ¿qué vivieron ellas y sus familias tras la desaparición de sus seres queridos?
Los excombatientes las escucharon y prometieron buscar información con sus antiguos compañeros de guerra. Cuando volvieron, un mes después, algunas madres recibieron respuestas sobre lo que pasó con sus hijos y las ubicaciones de algunas fosas. La conversación se extendió y ahora intercambiaban sus historias. ¿Qué los llevó a ellos a tomar el camino de las armas?, ¿qué vivieron ellas y sus familias tras la desaparición de sus seres queridos?
“Ellas se pusieron en nuestros zapatos y nosotros en los de ellas. Y dijimos: ‘vamos a empezar a trabajar para que no haya más víctimas ni victimarios. Y no nos llamemos así. Llamémonos sobrevivientes del conflicto armado. Y contemos mi historia y su historia’”, relata Óscar.
Entonces, una de las visitantes, María Dolores de Montoya -Lolita-, tomó una decisión. Ella perdió a tres hijos por el conflicto, pero ahora, quería adoptar de manera simbólica a tres nuevos hijos dentro de ese grupo de muchachos de la cárcel. Uno de los elegidos fue Óscar. “La guerra me había quitado a mis papás, pero la reconciliación me devolvió una mamá”.
Como estos acercamientos entre las Madres de la Candelaria y los presos de Itagüí, existen muchas experiencias de paz en Colombia, en las que mundos extremos se encuentran. Incluso los nombres de sus actividades -Encuentros improbables, Diálogos inimaginables- reflejan lo asombroso de estos mano a mano entre campesinos, indígenas, miembros de la Fuerza Pública y exguerrilleros que en otro tiempo vivían enfrentados; mujeres con creencias diversas, orígenes distintos e historias opuestas; jóvenes y adultos mayores que han visto a Colombia desde ópticas diferentes.
Precisamente, para resaltar este tipo de historias, la Comisión de la Verdad realizó en diciembre de 2020 el encuentro virtual “En tus zapatos, un intercambio de experiencias entre excombatientes”.
Al aire libre, en un parque, agrupadas en mesas y sillas temporales, personas de la tercera edad se entretienen con juegos de mesa, mientras los árboles, el viento y los pájaros hacen de banda sonora. Una joven con mucha gracia se acerca, interrumpe la partida, les saca una sonrisa a sus canosos contrincantes y se une al juego. Aunque se parece a una escena de la serie Gambito de Dama, esta no es una creación de Netflix, no es ficción y no ocurre en Rusia.
La imagen es de Fuentedeoro, un municipio de Meta, en la región denominada Ariari en honor al río que enriquece sus tierras para la agricultura y la ganadería. Allí, cada dos meses, se congregan adultos mayores para compartir variados momentos, que siempre tienen en común los dos elementos con los que bautizaron el proyecto: “Un Tinto por la Memoria”.
Cuentan sus historias de vida y las marcas del conflicto, presentes hasta hoy. Mientras tanto, jóvenes aún en edad de ir al colegio escuchan atentos a Gregorio Santofimio, de 70 años, narrar cómo el frente 40 de la guerrilla de las FARC-EP le robó 240 reses en La Uribe, Meta.
De manera similar llegaron muchos de sus contertulios porque Fuentedeoro ha sido desde la época de la violencia partidista y con mayor ahínco en la consolidación de las FARC-EP, hacia los 80 y los paramilitares, en los 90, quienes cometieron múltiples crímenes en pueblos y departamentos aledaños.
Así, con voz temblorosa, adolorida, pero fuerte, Aristófano Hernández cuenta que tuvo que refugiar a sus hijos y esposa en Fuentedeoro para que no los mataran.
Ahora, las cosas siguen siendo difíciles. Su esposa está enferma y la pandemia le redujo a casi cero las posibilidades de trabajar, pero sigue acudiendo a las reuniones de Un Tinto por la Memoria porque allí se siente apoyado. Él y sus compañeros, en ocasiones reciben ayudas en especie, olvidan sus problemas actuales y superan otros: “Hemos tenido paz. Hemos perdido el miedo de conversar con la gente”, celebra Gregorio.
También para proteger a su familia, José Octaviano Rodríguez, agricultor como atestiguan sus manos, dejó su finca en la vereda Unión del Ariari porque los grupos armados intentaban reclutar a sus hijos.
De más lejos provienen Alicia de Jesús Serna, a quien le mataron sus hijos en Remedios, Antioquia, y Nidia Suárez, desplazada de Guaviare cuando un comandante de la guerrilla les dio una hora a ella y su esposo para salir del pueblo.
Además de prestar sus oídos, los jóvenes del Tinto por la Memoria les sirven de bastón a sus vecinos mayores, les ayudan a dibujar y escribir, leen para quienes no han aprendido, los acompañan en las sesiones de relajación, actividades lúdicas y ejercicios físicos, son sus intérpretes y motivadores.
“Los jóvenes que vienen acá quieren y escuchan a los ancianos. Son sencillos, amables. Están pendientes de favorecernos en todo, lo que a veces no hacen ni los nietos de uno”, comenta Nidia.
Pero también es incalculable lo que reciben. A Michel Natalia Guarnizo, Daniel Sebastián Coy y Sara Valentina Morales no los ha tocado el conflicto de manera directa, pero sí los tocan la alegría y la valentía de las personas mayores que les abren su corazón. “He aprendido a tener fortaleza y nunca rendirme, me quedo asombrada porque no cualquier persona puede rehacer su vida después de tanto sufrimiento”, dice, Natalia, de 14 años.
La forma de trabajar por la convivencia es poder mirarse a los ojos y reconocer la humanidad del otro
A esa necesidad de reconocerse mutuamente alude María Angélica Bueno, coordinadora del objetivo de convivencia de la Comisión de la Verdad, donde han estudiado a profundidad más de cien iniciativas en las que las comunidades se unen para construir paz. “Si hay algo que estas experiencias demuestran es que la forma de trabajar por la convivencia es poder mirarse a los ojos y reconocer la humanidad del otro, haya sido este guerrillero, sea víctima o excombatiente”.
Las iniciativas de convivencia impactan a quienes las construyen y participan en ellas, pero también, irradian transformaciones en la sociedad:
Personas que pertenecían a la guerrilla, el paramilitarismo o la fuerza pública, que fueron víctimas del conflicto o que tienen creencias diversas trabajan unidas por la paz, a pesar de sus marcadas diferencias. Con sus encuentros inimaginables logran reconciliarse, transformar el dolor e impactar a la sociedad.
Estas comunidades no esperan a que la paz llegue a ellas. La trabajan, la gestionan y la materializan en pactos.
Esa es la historia de Planadas, en el sur de Tolima. Este municipio limita con Cauca y Huila, departamentos desde donde confluyeron indígenas y campesinos. Pero también apareció la guerrilla de las FARC-EP en la década del 60 y se empezaron a gestar confrontaciones con la comunidad Nasa We’sx, que vio invadidos su espacio y su tranquilidad en el corregimiento de
Por esa época, el Ejército se convirtió en un actor determinante para que la violencia se acentuara, pues les ofreció a los miembros del resguardo indígena un apoyo que se tradujo en entrenamiento, uniformes y munición, que terminó por transformar la guardia indígena en una autodefensa.
Tres décadas después llegaría el primer acuerdo, un hito en la historia de Gaitania cuyas enseñanzas se ven aún hoy. El 26 de julio de 1996 el gobernador indígena Virgilio López Velazco y Jerónimo Galeano, comandante del frente Joselo Lozada de las FARC-EP, firmaron un acuerdo memorable en el que la comunidad, “reunida en reflexiones constantes entre líderes, presidentes de juntas, coordinadores de proyectos y cabildo en general”, proponía “soluciones al conflicto que tanto luto causó en el territorio indígena”:
Obispo José Luis Serna, (mediador), Jerónimo Galeano (FARC-EP) , Virgilio López (Nasa) y Alfonso Chimbicue (Nasa).
Texto del primer acuerdo
Texto y firmas del primer acuerdo.
Concreto, con compromisos claros y directos, el pacto prohibió el ingreso de grupos armados a territorio indígena, además del uso de armas por parte de campesinos e indígenas. Sentenció con expulsión a los miembros del resguardo que ingresaran o colaboraran con cualquier grupo armado, legal o ilegal. Priorizó a la autoridad indígena para juzgar los delitos ocurridos en su territorio y decretó que la comunidad no pagaría “impuestos” a los actores armados.
La fuerza del diálogo entre diferentes y su capacidad para facilitar la convivencia quedó grabada en la memoria de Gaitania. Por eso, en el siglo que siguió, cuando allí se conformó el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación - ETCR El Oso, en virtud del acuerdo de paz que alcanzaron el Gobierno Nacional y las FARC-EP en 2016 -que para los gaitaniunos es considerado “el segundo acuerdo”-, la comunidad local pudo decir “hemos bregado a apoyarlos (a los excombatientes) y a estar con ellos como si fuéramos amigos desde siempre”, según narra un habitante del corregimiento.
La fuerza del diálogo entre diferentes y su capacidad para facilitar la convivencia quedó grabada en la memoria de Gaitania.
Hacia febrero de 2019, los campesinos y los Nasa les propusieron a los reincorporados iniciar un proyecto productivo para ayudarse mutuamente, evitar que volvieran a las armas, encontrar un método de sustento y hasta para superar el aburrimiento. Indígenas y campesinos pusieron sus tierras y sus fincas, los antiguos miembros de las FARC-EP se encargaron de la distribución, la Universidad de Ibagué aportó su experticia en diseño y la Agencia para la Reincorporación y la Normalización, junto con la Organización de Naciones Unidas brindaron acompañamiento. Así nació una nueva marca de café que no podía llamarse de otra manera: El Tercer Acuerdo, un grano que brotó de los frutos recogidos en los dos primeros pactos.
“El Tercer Acuerdo es un ejemplo para tener la esperanza de una paz duradera y firme, para mostrar al mundo y, sobre todo, a Colombia que sí se puede convivir en paz con acuerdos de buena y sana convivencia”, analiza Alexánder Osorio, invitado como garante al pacto.
Los protagonistas de estas historias de Planadas contaron sus experiencias en una serie de microcápsulas radiales para la Comisión de la Verdad.
Otro compromiso ciudadano, de carácter ético, selló un grupo de mujeres pertenecientes a diversos entornos y organizaciones, que se agruparon en el Colectivo Mujeres, Paz y Seguridad. Diez de las fundadoras se conocieron en un vuelo Bogotá-Manila, para participar en un proceso de intercambio entre Filipinas y Colombia, que facilitó la oenegé internacional Conciliation Resources. Y, aunque sabían que su destino estaba a miles de kilómetros, no imaginaban lo lejos que ese viaje las iba a llevar.
A partir de ese primer encuentro, el deseo común fue instar a la sociedad, el Gobierno y las FARC-EP a buscar una salida negociada del conflicto armado, y presionar a estos dos para que no se levantaran de la mesa de negociaciones hasta lograrlo.
Así, en 2016, se constituyó legalmente el Colectivo y lanzaron el “Pacto ético por un país en paz”, una declaración política que mantiene unidas a mujeres excombatientes, indígenas, afrodescendientes, campesinas, sindicalistas, empresarias, académicas, mujeres de fe, con creencias y orígenes diversos. Reconocer, respetar y valorar la diversidad; desterrar las prácticas oportunistas y corruptas; elaborar una memoria plural para evitar la repetición de las tragedias, son algunos de los 15 compromisos que tiene el documento.
Para difundir estos principios y ayudar a hacerlos realidad, las mujeres del colectivo hacen talleres que llaman “Diálogos inimaginables / Diálogos posibles”; elaboraron la seria animada “Amanda y la Salamandra” para reconstruir el papel de la mujer en los conflictos que ha vivido el país; gestionan mesas técnicas de diálogo con diversos actores; trabajan con la Fuerza Pública en temas como perspectivas de género y masculinidad; y adelantan investigaciones.
CAP 1 | La serie web animada “Amanda y las Salamandras”, hace parte de un trabajo de investigación/acción sobre cómo las mujeres desde sus diferentes contextos sociales, políticos, económicos y territoriales, ante las afectaciones específicas del conflicto sobre ellas, transforman el dolor y se convierten en agentes políticas de cambio y constructoras de paz.
En todo el proceso ha estado presente el respeto por las diferencias. Desde el primer momento en que se encontraron, estas mujeres notaron la diversidad de sus vivencias, perspectivas y opiniones, pero eso no les ha impedido trabajar juntas. A lo largo del proyecto, las mujeres religiosas que se incorporan han reconocido que la acción política no riñe con la espiritualidad y en cada una de las asambleas se llevan a cabo ejercicios católicos, protestantes, budistas, indígenas, ecuménicos etc
Incorporar los puntos del Pacto en entidades como la Alcaldía, la Fiscalía y la Procuraduría de Palmira, Valle del Cauca, es uno de los impactos en políticas públicas que ha tenido el Colectivo Mujeres, Paz y Seguridad.
Algo similar ocurrió en Fuentedeoro, cuando los organizadores realizaron un foro político con los candidatos a la Alcaldía. En palabras de Natalia Novoa, una cesarense, también desplazada y víctima de secuestro, que gestó la idea de Un Tinto por la Memoria, “se movió todo el pueblo, participaron casi 200 ancianos”. Esto permitió que se firmara un acta de voluntad, que luego llevaron a la oficina de la candidata ganadora.
Y es que las víctimas necesitan reconocerse como ciudadanas activas. Las personas mayores de Fuentedeoro, por ejemplo, proponen cambios como más empresas para trabajar en los pequeños pueblos e incentivar que los jóvenes estudien para el agro, no solo para las oficinas.
Las víctimas necesitan reconocerse como ciudadanas activas.
Pero también hablan de sus necesidades, pues a su edad, la mayoría tiene dificultades para garantizar su alimentación y vivienda. Precisamente, esas carencias fueron las que motivaron la génesis del proyecto en 2018, durante una Semana por la Paz, en la que Natalia participó. “Escuché a una abuelita víctima del conflicto y me impactó la manera en que habló: ella decía que se sentía muy sola, como un objeto más en la casa porque nadie hablaba con ella y eso le dejaba un vacío en su corazón”.
Brazos mutilados que hacen manualidades, ojos ciegos que pueden ver la humanidad de su contraparte, piernas amputadas que se acercan a otros para dar y recibir un abrazo. Así se ven los talleres de “Arte para Reconstruir”, un proyecto de la Fundación Prolongar, en .
Su propósito es ayudar a civiles, militares retirados y personas en proceso de reintegración a superar las lógicas de la guerra, en un trabajo inicialmente individual y, luego, colectivo.
La primera versión de este programa, entre 2018 y 2019, vinculó a 54 participantes, la mayoría con alguna condición de discapacidad, sea porque los alcanzó una bomba mientras caminaban por Medellín, porque pisaron una mina antipersonal mientras patrullaban zonas rurales, o por cualquiera de las tragedias que transforman el cuerpo y la vida de las personas en la guerra.
La segunda, interrumpida por la pandemia del Covid-19, terminó en abril de 2021. En esa ocasión, se vincularon víctimas de violencia sexual, veteranos de la Fuerza Pública que pasaron por el secuestro o por minas antipersonal y desmovilizados de las autodefensas que salieron de la cárcel bajo la Ley de Justicia y Paz.
La metodología se da en tres pasos:
En lugar de tratar de esconder las heridas, las personas identifican su potencial.
Ese potencial de las actividades artísticas y manuales, tanto en contextos individuales como colectivos, lo identificaron, también, en Fuentedeoro, en Planadas y en la cárcel de Itagüí:
El proceso que vivió Óscar Montealegre con sus hijos y con las Madres de la Candelaria también lo han transitado las personas de Un Tinto por la Memoria, los participantes de Arte para Reconstruir e incontables antiguos actores del conflicto: escuchar, reconocer la humanidad, las debilidades y la dignidad del otro, reconciliarse y encontrar paz individual.
Así fue como Elda Neyis Mosquera le dio un vuelco a una sesión de Arte para Reconstruir. Sus compañeros de espacio, víctimas de la guerrilla y personas del Ejército, que habían sido sus enemigos directos cuando era conocida como “Karina” en las FARC-EP, la reconocieron y esto generó una fuerte tensión. Pero, en una acción espontánea, Elda tomó la palabra y pidió perdón por todas sus acciones. La escucha de sus compañeros transformó las tensiones en silencio, este trajo la reflexión y con ella, llegó el cambio de actitud.
Escuchar, reconocer la humanidad, las debilidades y la dignidad del otro, reconciliarse y encontrar paz individual.
Aunque el perdón no es una condición necesaria para que se dé la reconciliación, sí es un suceso recurrente en quienes viven procesos de convivencia. No se puede forzar y no llega de la noche a la mañana. Óscar, por ejemplo, cuenta que fueron las víctimas las que le enseñaron a pedir un perdón sincero.
Los participantes de estas experiencias describen que primero ha sido necesario reconciliarse consigo mismos, incluso, aunque no hayan cometido delitos o no sean responsables directos por su situación.
Luego, aparece la necesidad de reconstruir lazos en la sociedad. La guerra inscribió la estigmatización en las relaciones de las personas, con ideas de tipo “o estás con nosotros, o contra nosotros”, “buenos-malos”, “amigos-enemigos”. Para superar estas falsas dicotomías, organizaciones como Aulas de Paz y proyectos como El Tercer Acuerdo trabajan con excombatientes y con las comunidades que los reciben.
La guerra inscribió la estigmatización en las relaciones de las personas
Aulas de Paz surgió en la Cárcel de Itagüí, en 2007, cuando Óscar y sus compañeros se cuestionaron sobre los factores que inciden para que un joven ingrese a un grupo ilegal. Así que hicieron una encuesta interna y un estudio con la Universidad Santo Tomás.
La falta de educación resultó ser un elemento fundamental. Por eso, 50 internos de esa prisión tomaron el Diplomado de Formación para la Vida y Pedagogía para la Paz, el primer proyecto educativo de Aulas de Paz, en alianza con la misma universidad. Allí, los excombatientes aprendieron sobre Constitución Política, derechos humanos, derecho penal, ética e historia del conflicto armado, pues, aunque lo protagonizaron, en realidad desconocían sus dinámicas, causas y afectaciones. “Necesitamos apoyo psicosocial como víctimas, pero también como victimarios”, explica Óscar.
Además de estas dos líneas de acción, la fundación tiene un área de cultura de paz, que busca transformar los espacios en ambientes de reflexión y trabajo por la paz. En 2014, empezaron a realizar convivencias pedagógicas con estudiantes universitarios, en alianza con la Universidad Eafit y la Universidad de Medellín, para prevenir el reclutamiento.
Y, aunque la mayoría son desmovilizados de las autodefensas, trabajan también con Pastor Alape, exintegrante de las FARC-EP, en el Magdalena Medio donde, reconoce Óscar, ambas organizaciones hicieron mucho daño. “No es cuestión de darnos un abrazo y decir: ‘somos los mejores amigos’, sino que es [necesario] ir al territorio y trabajar en la reconstrucción de él”. Llevan grafiteros, raperos, carpas itinerantes, deportistas y artistas para inspirar a los jóvenes y ayudarlos a identificar sus capacidades.
“No es cuestión de darnos un abrazo y decir: ‘somos los mejores amigos’, sino que es [necesario] ir al territorio y trabajar en la reconstrucción de él”
Así mismo, el trabajo de la Comisión de la Verdad, que acompaña a las comunidades de El Tercer Acuerdo en Gaitania, le apunta a fortalecer la imagen de esta región como productora de un café suave de alta calidad, en la que la reconciliación ha sido posible, y no como la cuna de las Farc.
A una parte de ese corregimiento alias Tirofijo la llamó “La República Independiente de Marquetalia”, se cree que por algún recuerdo de su infancia en Marquetalia, Caldas. En todo caso, la estigmatización territorial ha sido una constante. Sus habitantes cuentan que los recolectores de café no quieren ir allí porque piensan que es el hogar de la guerrilla, y que no los contratan en otros municipios porque la gente cree que todos allí son guerrilleros.
Con talleres en los que participan docentes, funcionarios, indígenas, campesinos, exguerrilleros y miembros de la Fuerza Pública, las personas han hecho caminatas por los terrenos donde ocurría la violencia. Unos y otros reconocen sus errores, encuentran verdades y se sienten más empoderados para seguir adelante y para no dejarse amedrentar por los señalamientos. “Cuando hay una comunidad fortalecida, que se entiende, son otros los resultados. Ya no tienen miedo”, resalta el comisionado Carlos Guillermo Ospina, quien acompaña la labor en Gaitania.
A pesar de que muchas de las personas que han dejado la guerra -o la han sufrido- aún se chocan con la estigmatización cuando buscan un trabajo o cuando quieren rehacer sus vidas estudiando, quienes se vinculan a experiencias de convivencia pacífica reafirman su determinación de no volver a las armas. “Como yo ya viví lo que viví, no he querido retroceder. Uno no solamente empuña un fusil para vivir, sino que uno puede empuñar un lapicero, un trapero, una escoba, una olla”, dice una participante anónima de Arte para Reconstruir.
“Cuando hay una comunidad fortalecida, que se entiende, son otros los resultados. Ya no tienen miedo”