Seis experiencias de convivencia, que actúan en múltiples puntos del país, son una muestra de que la unión hace la fuerza, incluso para resistir a una violencia que se niega a partir. Edifican sus memorias para no morir, pactan alianzas estratégicas para buscar la paz, y siguen adelante, a pesar de tragedias como el asesinato de sus líderes.
Braulio Mosquera dejó su tierra buscando paz. A sus 28 años, dijo adiós a los arrullos, los cununos y el guasá (música e instrumentos tradicionales de su región). El Chocó que lo vio nacer, ahora lo veía partir.
“La violencia no es el camino” se repetía una y otra vez, mientras huía de un conflicto que no eligió, pero que afectó a todos. Los enfrentamientos entre el Ejército Nacional y las guerrillas de las FARC-EP, el ELN y el M-19 eran el pan de cada día.
Por eso Braulio decidió marcharse. Tras su travesía llegó al río Carare, con un calor sofocante propio de estas tierras santandereanas.
La región del Carare está ubicada al sur de Santander. Un bosque húmedo tropical donde la explotación maderera impulsó la economía y abastecía a los mercados de Bogotá, Medellín y Santa Marta. Esto incentivó la llegada de más personas como Braulio, provenientes de Chocó y Antioquia.
Lo que no sabían era que el conflicto los encontraría de nuevo, aún en esas tierras. El Carare comprende los municipios de Cimitarra, Landázuri, Bolívar, El Peñón y Sucre. A su izquierda fluye el río Magdalena, y al sur están a pocos pasos de Boyacá. Esta zona es crucial para el conflicto armado, pues conecta rápidamente con el Catatumbo y el suroriente del país.
Allí llegaron todos. Desde la década de los cincuenta existieron las autodefensas campesinas de la región, lo que incentivó la llegada de las FARC-EP en 1967. Diez años después llegó el ELN y, al poco tiempo, el M-19 se asentó en el territorio.
En paralelo, los paramilitares y la fuerza pública también hacían parte del panorama de confrontaciones en la zona.
Y ahí estaba Braulio. Con la convicción de resistir de manera pacífica a la violencia, empezó a contactarse con las juntas de acción comunal de diferentes veredas, hasta que se unió al proceso de la ATCC.
La Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, ATCC, nació luego de una serie de sucesos que dejaban a los campesinos en el centro de la violencia.
Era mayo de 1987, y el Ejército Nacional reunía a todos los campesinos del corregimiento La India, a pocas horas de Cimitarra, para darles una sentencia crucial, narrada ahora en la voz de Braulio:
“Un tal Capitán Betancur, buscando disque una salida,
en actitud arrogante, planteó cuatro alternativas:
Se unen a cualquier grupo, se arman o qué prefieren,
O se van de la región, o por último se mueren”
*Fragmento del documental ¿Y dónde es el partido? de Señal Colombia.
Las reuniones eran cada fin de semana, pues eran los días en los que había más campesinos en el lugar. El sábado 15 de mayo, la reunión fue particular, pues además del Ejército, asistieron los paramilitares del MAS (Muerte A Secuestradores).
En un documento de la ATCC en el que narran su historia, aquel momento se rememora así:
“Ya nadie pensaba en sembrar una mata de cacao. Un producto que fuera a largo plazo no se podía. Cada quien sacaba su madera y listo: ¡se iba!”
Por ello, decidieron unirse para encontrar una salida. El primer paso fue citar a la guerrilla de las FARC-EP a un diálogo para que dejaran la zona. “La salida siempre es la paz negociada” dice hoy Braulio, recordando aquellos tiempos.
Aquella reunión fue el inicio de un proceso de paz ejemplarizante para el país, porque nació de la comunidad y ha encontrado vericuetos para seguir adelante a pesar de los tropiezos. La ATCC se reunió con cada actor del conflicto armado en la región, para exigir la paz que la comunidad anhelaba. Hablaron ante comandantes guerrilleros, comandantes del Ejército y jefes paramilitares. Para todos, la premisa era la misma: “Ni con ustedes, ni con ellos, ¡nosotros solos!” porque no querían ser instrumento de ningún bando.
Luego de los diálogos, vinieron los acuerdos. Se firmaron ante toda la comunidad, la misma que se encargó de velar por su cumplimiento hasta hoy día.
Braulio compuso una canción sobre este hecho:
“Como Dios es poderoso, dueño de nuestra existencia,
en esta canción les hablo del adiós a la violencia.
Con toda mi inspiración hoy les canto este paseo, la
historia de esta región a ella referirme quiero.
Josué, Barajas y Saúl, quienes fueron los primeros,
este proceso iniciaron, a ellos cantarles quiero.
En el año 87 dieron los primeros pasos,
se firmó el primer acuerdo por la defensa del pueblo.
Se firmó el primer acuerdo en busca de la paz,
el respeto por la vida y el derecho a trabajar.
Las familias carareñas quieren volver a sus tierras
a producir el sustento, pero que no haya más guerra.
Ya con esta me despido y allá a lo lejos se ve,
todos nos organizamos y nació la ATCC”
Con esta canción, llamada “El adiós a la violencia”, Braulio quiso honrar la memoria de Josué Vargas, Saúl Castañeda y Miguel Ángel Barajas, líderes fundadores de la ATCC, asesinados por paramilitares en 1990.
Aquel suceso sigue vivo en la memoria de los carareños. La noche del 16 de febrero de 1990, hombres armados llegaron hasta el restaurante La Tata, en plena plaza principal de Cimitarra, y dispararon contra cuatro personas: Vargas, Castañeda, Barajas y Sylvia Duzán, periodista colombiana de la BBC de Londres, hermana de la también periodista Maria Jimena Duzán.
De acuerdo con Maria Jimena, en una entrevista dada a El Espectador, Sylvia estaba grabando un documental para contar la historia de la ATCC, y en aquella noche de viernes se dirigió a Cimitarra a petición de los líderes de la Asociación, quienes le expresaron el temor de ser asesinados por esos días.
Archivo del diario El Tiempo.
A pesar del miedo y la tristeza que dejó este suceso, la ATCC siguió en pie. Ahora, en memoria de sus líderes, su misión cobraba aún más fuerza:
“Contribuir en la construcción de un proceso de paz en paz, mediante la organización y reconociendo a Dios como única fuente de poder, protección sabiduría, con el ejercicio del diálogo, la mediación, la concertación, el perdón y la reconciliación, para garantizar los derechos a la vida, la paz y el trabajo de todos nuestros asociados en todo el territorio de la ATCC”.
Esta fortaleza les permitió seguir con su trabajo arduo, que les trajo diversos reconocimientos, entre ellos el Right Livelihood, también conocido como el Nobel de Paz Alternativo, en octubre de 1990.
"(...) con el ejercicio del diálogo, la mediación, la concertación, el perdón y la reconciliación, para garantizar los derechos a la vida, la paz y el trabajo (...)"
Entrega del Premio Nobel Alternativo de Paz a la ATCC.
Desde ese día y hasta ahora, la ATCC sigue trabajando por la paz en el territorio, exaltando la importancia del trabajo colectivo y la participación de los campesinos del Carare en sus procesos de bienestar y construcción de memoria. Por ejemplo, promueven los proyectos productivos que benefician a desplazados, impulsaron el registro de las víctimas mortales de la violencia en el territorio, y mantienen el archivo histórico de los sucesos más importantes, no solo de su historia como organización, sino del Carare en medio del conflicto armado.
Esta y otras experiencias similares en Colombia saben que es la memoria lo que los mantiene vivos, por eso uno de sus objetivos es que sus vivencias queden impresas por siempre en la historia del país:
Experiencias de convivencia, que actúan en múltiples puntos de Colombia, son una muestra de que la unión hace la fuerza, incluso para resistir a una violencia que se niega a partir. Estas comunidades saben que la memoria es lo que las mantiene vivas, por eso, uno de sus objetivos es que sus vivencias queden impresas por siempre en la historia del país.
Trujillo, en Valle del Cauca, y Tumaco, en Nariño, no son solo lugares de memoria, sino también de resistencia y trabajo colectivo. Al igual que la ATCC, son historias de comunidades que han hecho frente al conflicto por medio de la unión...
La tranquilidad que transmite la hermana Maritze Trigos es indescriptible. Sus cabellos blancos guardan miles de historias, sonrisas y abrazos de apoyo. Desde hace más de 20 años acompaña el proceso “Camino de fe y resistencia, lucha contra la impunidad'', de la Asociación de Víctimas de Trujillo, Afavit.
Afavit ha exhortado al Estado en repetidas ocasiones para que se dignifique la memoria de las 245 víctimas de la masacre -una secuencia de desapariciones forzadas, torturas, homicidios y detenciones arbitrarias- perpetrada entre 1986 y 1994 por paramilitares narcotraficantes, en alianza con miembros de la fuerza pública.
Su resistencia se ha transformado en diversas actividades colectivas, como la construcción del Parque Monumento.
El Parque Monumento es el símbolo más importante de Trujillo. Además de ser un homenaje a las víctimas, lleva consigo una historia de duelo y transformación colectiva.
El primer paso fue la adecuación del terreno. Para ello, la comunidad se reunió para limpiar, abrir caminos, nivelar el suelo, entre otras tareas. Luego, bajo la orientación del arquitecto Santiago Camargo, se llevaron a cabo talleres en los que cada persona dibujaba lo que quería ver en el monumento. De allí surgió la construcción colectiva de aquel símbolo que reúne los osarios, fuentes, auditorio, jardines, etc.
Para los osarios, las familias de las víctimas realizaron esculturas de 1.60 metros cada una, representando a su ser querido. En el proceso, cada familia debió relatar la historia de la víctima, incluir los aspectos más importantes para representarla, reunir fotografías y finalmente realizar un ejercicio de memoria sanadora y elaboración del duelo.
“Sirvió para elaborar duelos, pero además para llenarse de fuerza para continuar”, cuenta Maritze.
Parque Monumento en Trujillo.
Además del monumento, otros ejercicios de memoria de Afavit son, el libro Tiberio vive hoy, reconocido por la Unesco como Memoria del mundo, de América Latina y el Caribe; las peregrinaciones anuales por el territorio, y los talleres de perdón y reconciliación para niños, jóvenes y adultos.
El libro Tiberio vive hoy es un homenaje al Padre Tiberio, líder religioso de la comunidad que fue asesinado con sevicia el 17 de abril de 1990, por denunciar las muertes ocurridas durante la masacre. Su imagen representa el espíritu de Trujillo, que Maritze resume en pocas frases:
“Y vamos haciendo fuerza, el sueño de Camilo Torres de la unidad popular. De una unidad popular que vaya hacia un cambio de país, de un nuevo país, más justo, más fraterno, más igualitario. Y creo que esa fue la propuesta de Tiberio. Ceder es más terrible que la misma muerte”.
*Fragmento del video Memorias del Padre Tiberio, del CNMH.
Así, AFAVIT ha transformado la vida de cada habitante de Trujillo. La Asociación cuenta con un equipo de Derechos Humanos que se encarga de vigilar y denunciar todo tipo de violencia en el municipio. La denuncia los visibiliza y los protege.
Además, realizan actividades artísticas y culturales con los niños y jóvenes de la comunidad, que se enfocan también en perpetuar la memoria de lo ocurrido y crear espacios de paz y convivencia.
“Mi estilo de vida cambió con AFAVIT. Cuando hay un conflicto ya no actúo con ira, sino pacíficamente, aprendí a ser pacifista, a no dar ojo por ojo.” Jhon Leider Cano, joven de Trujillo.
Los talleres con toda la comunidad son constantes. Reciben apoyo de diversas organizaciones e instituciones, y continúan transformando la realidad de cada uno de los habitantes:
“AFAVIT ha formado personas como yo, que tenía miedo a hablar a nadie; hoy he aprendido a superar el temor. Los talleres nos ayudaron a expresarnos y a liderar, a seguir adelante en el proceso, a resistir, a perdonar”, Ludivia Vanegas, integrante de AFAVIT.
Cada tumaqueño sabe lo que es vivir en medio del conflicto armado. El puerto, su cercanía con Ecuador, y el auge de los cultivos de coca, han marcado la historia de un territorio por el que han pasado los paramilitares, las guerrillas y las bacrim.
En este contexto, la Pastoral Social de la Diócesis de Tumaco empezó en la década de los 90, un proceso de acompañamiento a la comunidad, con el fin de promover la vida digna en toda la costa del Pacífico Nariñense.
Sin embargo, su trabajo social la convirtió en blanco de la violencia. El 19 de septiembre de 2001 fue asesinada la hermana Yolanda Cerón, entonces directora de la Pastoral. Dos décadas después, el 25 de junio de 2021, paramilitares del Bloque Libertadores del Sur de las AUC reconocieron su responsabilidad en el asesinato, ante la Comisión de la Verdad.
“Ay Yolandita querida, nunca te podré olvidar
Ay Yolandita querida, nunca te podré olvidar
Porque ayudaste a los negros del ACAPA a caminar
Porque ayudaste a los negros del ACAPA a caminar”
*Canto de María Delia Mina, del Consejo Comunitario Acapa.
Tras doce años de su muerte y en conmemoración de esta, la Pastoral inauguró la Casa de la Memoria de Tumaco y la Costa Pacífica Nariñense, un lugar que alberga diversas expresiones de arte y memoria colectiva. Fotografías, pinturas y canciones hacen parte del recorrido por el lugar, que al final tiene un espacio dedicado a la construcción de paz, pues el objetivo es que el visitante reflexione sobre cómo puede aportar para que la violencia no se repita.
Además de esto, la Pastoral realiza actividades como la Semana por la Paz, la Galería de la Memoria, los murales sociales, entre otras.
Casa de la Memoria de Tumaco y la Costa Pacífica Nariñense.
Nueve millones. El número de víctimas que ha dejado el conflicto armado desde 1985 hasta la primera mitad de 2012 es de 9.153.078 a lo largo y ancho del país. Aunque no se conozcan, muchas de estas víctimas comparten un mismo propósito: reparar el tejido social que se perdió a causa de la violencia, aquella que les arrebató la vida de un ser querido, les alejó de las tierras que con tanto esmero trabajaron, o les dejó heridas profundas en su cuerpo y en su alma.
La Comisión de la Verdad identificó 138 experiencias de convivencia que tienen su campo de acción a nivel nacional. Tres de ellas son redes dedicadas a unir fuerzas y trabajar por una realidad distinta, de la mano de entidades religiosas y colectivos sociales.
“Las iniciativas más fuertes son aquellas que han logrado, no solo trabajar en su comunidad, sino hacer alianzas estratégicas con otros actores y con la misma institucionalidad. Las que han generado diálogos y puentes”, analiza María Angélica Bueno, coordinadora del objetivo de convivencia de la Comisión de la Verdad.
Dichos puentes han sido construidos por las redes que trabajan a nivel nacional, con el fin de apoyar los proyectos de víctimas en todo el país. Su propósito principal es trabajar en conjunto, unirse para ejecutar proyectos que beneficien a la mayor cantidad de personas posible, creando un impacto económico y social.
La primera es Redprodepaz, red nacional que agremia 24 Programas de Desarrollo y Paz (PDP) en todo el país. El primer PDP, que se dio en el Magdalena Medio a mediados de los años noventa, con la participación del padre Francisco De Roux, hoy presidente de la Comisión de la Verdad, buscó transformar la comunidad con propuestas de convivencia y paz dirigidas a la sostenibilidad económica.
Actualmente, la red actúa como articulador entre las comunidades y las entidades que las pueden apoyar: instituciones públicas, sector empresarial, cooperación internacional, entre otras. Hay PDP en todo el país, desde Valle del Cauca hasta Cesar, pasando por Huila y Caquetá.
Cada PDP se ha constituido como un agente transformador en los territorios, que se apoya en la red nacional para gestionar proyectos productivos, educación e iniciativas sociales, pues están ubicados en territorios golpeados por la violencia del conflicto armado, que hoy construyen nuevas realidades.
Es el caso de los campesinos del Caguán, escenario de un fallido proceso de paz en 1999. El entonces presidente, Andrés Pastrana, quedó ante el país con una frustración que se evidenciaba en su rostro. En una larga mesa blanca, frente a varios medios de comunicación y con una gran bandera nacional a sus espaldas, esperó por horas al máximo jefe de las FARC-EP, “Manuel Marulanda”, quien dejó la silla vacía.
Las negociaciones tenían como punto clave la llamada zona de distensión, conformada por los municipios de Mesetas, La Uribe, La Macarena, Villahermosa y San Vicente del Caguán, al sur del país. Para los campesinos de la zona, lo que vino después fue la estigmatización de uno y otro bando en el conflicto. Si antes ya sentían la violencia, ahora la revictimización aparecía en cuanto alguien leía alguno de estos municipios en las cédulas de sus habitantes.
“[Personas] del mismo gobierno, en las requisas o en cualquier parte, decían, “uy, esta cédula de San Vicente, esta cédula de Algeciras…”, y entonces llevábamos la mala fama” dice Jaime Cotrino, líder campesino de la Zona de Reserva Campesina Pato Balsillas, en Caquetá.
“El estigma territorial crea un sentimiento de indignidad que afecta la vida cotidiana, el vínculo entre espacio e individuos, las relaciones interpersonales y los propósitos individuales y colectivos”, dicen expertos en psiquiatría y comunicación, de la Universidad Javeriana, en el libro Comunicarnos sin daño: convivencia y salud mental. Por eso, es fundamental la labor institucional para ayudar a recuperar esos procesos fracturados o interrumpidos.
Uno de esos mecanismos son las zonas de reserva campesina que se constituyen en regiones donde predominan los terrenos baldíos y donde las características sociales y agroecológicas hacen necesaria una regulación especial. Con esto, las comunidades buscan garantizar el derecho a la tierra, asegurar la economía del departamento y lograr el reconocimiento del Estado como pueblos en pro de la paz, sin pertenecer a ningún bando.
Es el caso de Pato Balsillas, que fue apoyado por el programa Nuevos Territorios de Paz, del Gobierno Nacional, la Unión Europea, y otras entidades como la Red de Programas de Desarrollo y Paz, Redprodepaz.
Así, Redprodepaz vela por la preservación de las comunidades de manera sostenible y en un marco de convivencia pacífica. Tal como lo dice su lema: “Saberes que transforman territorios”.
“Cúcuta es una ciudad que recibe migrantes a cada segundo. Por un lado, ser una de las fronteras con Venezuela ha generado una ola migratoria considerable, que se suma a la llegada de quienes huyen de la violencia aún persistente en muchos rincones de Colombia, como Adriana Caro.
Adriana salió de Bogotá luego de que una bacrim asesinara a su esposo. Tras atravesar el país, llegó a Cúcuta en busca de una mejor vida.
En otro municipio de Norte de Santander, llamado El Tarra, vive Luz Mary Avendaño, una campesina a la que no le tiembla la voz. Desde la experiencia de lo que ha vivido en carne propia, rechaza el uso del glifosato en la región y le exige al Estado colombiano que garantice el derecho de las comunidades a trabajar sin ver amenazados sus cultivos de pancoger y sin exponer su salud a la aspersión de este químico.
El glifosato es la respuesta del Gobierno a los cultivos de coca que siempre han estado allí, en la región del Catatumbo. Fueron esos cultivos los que motivaron la arremetida paramilitar en 1999 para arrebatarle el control territorial al ELN.
En su lucha por una vida digna, estas dos mujeres no están solas. Por un lado, Luz Mary y otros campesinos tienen el apoyo de la Red Nacional de Iniciativas Ciudadanas contra la Guerra y por la Paz, Redepaz, que realizó la campaña “Glifosato, no gracias”, en abril del 2021.
Redepaz es una organización conformada por diversas experiencias a nivel regional y local, que le apuestan a la promoción de la paz, la convivencia y el respeto por los derechos humanos.
Nació en 1993, luego del Primer Encuentro de Iniciativas Ciudadanas por la paz, que contó con la participación de casi 400 líderes y lideresas, que decidieron dejar plasmado en un acta su deseo de unirse a nivel nacional en una sola voz.
Al igual que Redprodepaz, Redepaz tiene líderes y experiencias por todo el país, que aportan cada día a la visión de la red: “La de una Colombia en paz con justicia social, cultura democrática, respetuosa de los derechos humanos, la vida y la diversidad”.
Así, el trabajo de Luz Mary es apoyado dentro del eje articulación y fortalecimiento de iniciativas locales y regionales, una de las principales apuestas de la red para velar por aquellos procesos que permiten el fortalecimiento de ciudadanías y exigibilidad de derechos. En este caso, el derecho a cultivar en su tierra de manera sana, sostenible, y en paz.
Para Adriana, una vida digna significa tener una actividad económica estable en Cúcuta, y encontró el apoyo necesario en el Servicio Jesuita a Refugiados, SJR, quienes le facilitaron un auxilio para su negocio de alimentos, como parte del programa de medios de vida sostenibles.
El Servicio Jesuita a Refugiados es una red que fundó la Iglesia Católica y la Compañía de Jesús en 1980, y se dedica a acompañar a las personas que han sido víctimas o están en riesgo de desplazamiento forzado. Tiene presencia en 56 países alrededor del mundo y promueve los valores de la fe cristiana.
Desde 1995 hacen presencia en Colombia, actualmente en Nariño, Valle del Cauca, Norte de Santander, Magdalena Medio y Soacha. Para el 2019, el SJR había beneficiado a 21.220 personas.
En Norte de Santander, el SJR se enfoca en fomentar la participación y el empoderamiento de quienes han llegado como víctimas del desplazamiento forzado, al tiempo que ayuda a los migrantes internacionales a tener una vida estable en Colombia.
De esta manera, vela por el cumplimiento de los derechos de todos los beneficiados, quienes empiezan a reconstruir sus proyectos en pro de una vida digna, lo que, además, ayuda a la convivencia entre personas con culturas y costumbres distintas, provenientes de lugares dentro y fuera de Colombia.
Adriana Caro.
Muchas otras organizaciones de la sociedad civil trabajan en red. La Comisión de la Verdad organizó, en diciembre de 2020, un intercambio virtual llamado “¿Qué pasa cuando los colombianos se unen en redes para construir paz y convivencia?”, en el que dio a conocer sus experiencias.