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Comisión de la Verdad

“El racismo es una ideología que contribuye a prolongar y a degradar la guerra”

Dos líderes afros de la Orinoquia reflexionan sobre los impactos del conflicto armado en las comunidades negras de esta región. Dicen que en los Llanos Orientales hay industrias que aún practican la esclavitud.

TERRITORIOS | Julio 31 de 2020

“El racismo es una ideología que contribuye a prolongar y a degradar la guerra”

Nota: Estos son fragmentos de los testimonios ofrecidos por Jorge Ramos y Nelly M. García a la Comisión de la Verdad. Están escritos en primera persona.

 

Jorge Ramos lider social afro orinoquiioa

Jorge Ramos, líder social y activista por los derechos humanos en la Orinoquia

 

“No hay forma de entender esta guerra -tan larga, tan sucia, tan injusta- sin entenderla como otra manifestación de racismo, que, contrario a lo que muchos piensan, es mucho más que el odio que profesan unos por otros en razón del color de la piel.

El racismo es la ideología que justificó la esclavización de mis antepasados y que hoy sostiene muchas prácticas de exterminio, de explotación económica y de opresión social.

La guerra en Colombia tiene muchas cosas en común con el proyecto colonial europeo de hace siglos. La guerra, como la colonia, es posible gracias a unas tecnologías militares y a unos aparatos administrativos que la facilitan, pero también gracias a una ideología que justifica la barbarie y la aniquilación de ciertas vidas. Todas las armas, las tecnologías, los ejércitos, los guerreros y las inversiones públicas y privadas que se hacen en este conflicto no serían posibles sin ese sistema de ideas y de jerarquías en el que unas vidas son respetables y otras exterminables.

Los discursos que imponen la superioridad de unas personas, de unas familias y de unas clases sobre otras son mucho más que palaras. Esos discursos se traducen en muertos, en masacres, en desplazamientos forzados, en hambre, en despojos. El racismo -como ideología, como sistema de ideas, como discurso- es el motor de esta guerra en la que los exterminados, los humillados, los heridos, los reclutados, los despojados y los abandonados son, en su mayoría, personas racializadas, negras, campesinas, indígenas, pobres: los que en la pirámide racista ocupan el último lugar.

El racismo no es una cosa del pasado, no es un asunto de gente retrógrada o anticuada. El racismo atraviesa y determina el funcionamiento de la sociedad y del Estado. Tiene alcances estructurales. Opera de diferentes formas que a veces pasan desapercibidas o que no se entienden como una manifestación de racismo.

¿Cómo no entender el despojo de tierras como una expresión de racismo si los despojados son los pueblos negros, indígenas y las comunidades campesinas? ¿Cómo no entender la composición humana de los ejércitos (legales e ilegales) como una expresión de racismo si los que combaten en primera fila son negros, indígenas y campesinos? ¿Cómo no entender las violencias que los monocultivos y la extracción de hidrocarburos han traído a los territorios negros, campesinos e indígenas como una expresión de racismo? ¿Cómo no entender esta guerra como un problema racista si las personas racializadas somos constantemente la carne de cañón?”

 

 

Mano de obra esclava

“En la Orinoquia y en la Amazona ha habido muchas oleadas productivas. Todo empezó con la explotación del caucho. Para ese momento fue necesaria la mano de obra indígena. Luego vinieron otras oleadas como las de las plantaciones de palma africana y la de la producción de agrocombustibles que obligaron a las grandes industrias a recurrir a otras fuerzas de trabajo. Esas industrias trajeron negros y negras a la Orinoquia desde Chocó, Valle, Cauca y Nariño para levantar las plantaciones. Mano de obra afro. Mano de obra barata. Mano de obra esclava.

Las empresas les han ofrecido esta vida y la otra a miles de afros. Prometen mejorar su calidad de vida e incluso les ofrecen llevar a vivir a sus familias a las plantaciones. Al final, no hay garantías de nada. Hemos conocido historias de gente que es traída desde el Pacífico en buses. Cuando llegan a la Orinoquia los hacinan durante tres o cuatro meses, que es tiempo que duran las cosechas; luego les dicen que deben descontarles lo del transporte, lo de la alimentación y lo de la vivienda. Los dejan con migajas y aparte de todo eso no los devuelven a sus territorios. Les prometen maravillas, luego los hunden, los desarraigan, les imponen una vida que no querían vivir”.

 

nelly afro orinoquia

Nelly M. García, activista por los derechos humanos en la Orinoquia

 

A la Orinoquia también llegamos como maestros

“Pero a la Orinoquia no solo llegamos como mano de obra esclava o como desplazados, sino también como maestros. En los años 30 y 40, el Estado preparó a negros y negras del Pacífico como profesores. Fueron formados como normalistas y luego traídos a esta zona a impartir sus conocimientos. Llegaron a Guainía, Meta, Vichada, Caquetá y Guaviare.

Fueron cientos de maestros los que vinieron a formar niños y jóvenes a esta zona, pero de eso poco se habla. De nosotros, los negros y las negras, hablan cuando de folclor, de danzas y de mano de obra barata se trata, pero pocos se refieren a nosotros como maestros. A muchos todavía no les cabe en la cabeza la idea de que los negros y las negras hemos puesto más que fuerza de trabajo, sudor y lomo para levantar esta región. Desplazados, combatientes de grupos armados, violentos, cultivadores de palma: a eso nos han reducido”.

 

A los negros en la Orinoquia nos tildan de paramilitares

“En la Orinoquia la gente negra carga con un estigma desde que se perpetró la masacre de Mapiripán, en el 97, una de las masacres más emblemáticas y más horrorosas de esta región y del país. Esa masacre fue perpetrada por diferentes grupos paramilitares. Entre esos estaba un grupo de paramilitares oriundo de Urabá. Se hacían llamar “Urabeños” (¡desafortunado nombre!) y eran, en su gran mayoría, combatientes negros. Desde entonces, los afros hemos sido señalados como monstruos, como sanguinarios, como violadores, como decapitadores, como los malos de la historia de los Llanos. En la guerrilla también había mucha gente negra. Igual en las Fuerzas Militares. ¿Cómo no si somos la carne de cañón de la guerra?

Todo eso profundizó el estigma. En esta región aparecemos siempre como los perpetradores de la guerra, mas no como sus víctimas.  Pesa y duelo tanto ese señalamiento. Nos miran con sospecha donde llegamos, sobre todo en las zonas más golpeadas por el conflicto. Nos miran con tanto recelo y desdén que incluso en las instituciones del Estado encargadas de reparar a las víctimas han puesto en tela de juicio nuestros relatos de dolor y sufrimiento. Ese estigma borró nuestra historia como víctimas, como sobrevivientes, como activistas, como líderes, como maestros, como civiles que resisten pacíficamente a la guerra”.

 

 

Desarraigo cultural, desarraigo territorial

La guerra nos ha desarraigado en un sentido físico y en otro simbólico. Cuando nos arrancaron de nuestros territorios ancestrales nos arrancaron de los lugares donde nuestras formas de vida eran posibles. Con el despojo y el desplazamiento forzado que hemos vivido las personas negras nos han negado el derecho de vivir la vida y nuestras prácticas culturales como deseamos vivirlas.

Por eso nuestra resistencia también es simbólica. Si no nos han acribillado es porque hemos insistido en la juntanza. De los territorios nos han sacado -como desplazados, como despojados, como mano de obra para plantaciones-, pero donde vamos nos juntamos e intentamos reconstruir lo que intentan romper: la comunidad. En buena medida somos las mujeres negras las que impedimos la ruptura absoluta de las vidas negras en contextos de explotación y de guerra. Somos nosotras las que insisten en los lazos, en el encuentro, en la projimidad, en los afectos. Roto eso no hay nada. Al final eso es lo que algunos quieren: vernos muertos, vernos frágiles, vernos fracturados como comunidades. A la guerra también respondemos con lo que tenemos: un hondo sentido por la colectividad”.

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