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Comisión de la Verdad

“La verdad no acaba con la impunidad, pero me ha dado libertad”: Helena Urán Bidegain

Bidegain es académica e hija del magistrado auxiliar del Consejo de Estado Carlos Horacio Urán, asesinado durante la toma y retoma del Palacio de Justicia, el 6 y 7 de noviembre de 1985.

REFLEXIONES SOBRE LA VERDAD | Septiembre 29 de 2020

“La verdad no acaba con la impunidad, pero me ha dado libertad”: Helena Urán Bidegain

Ella reflexiona sobre lo que significó para su familia enfrentarse, 22 años después, a la verdad: su padre salió vivo del palacio y habría sido asesinado después por agentes del Estado.

 

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Pasaron veintidós años para que el pasado fuera claro. La verdad tocó un día a la puerta para revelarnos que todo lo que nos habían dicho era un engaño, una gran mentira en la que habíamos estado atrapados; una mentira política o, como la llamaría Hannah Arendt, una mentira organizada.

La verdad llegó tarde con la dignidad de su lado, pero avergonzada por lo que había sucedido durante todos esos años. Por fin nos revelaba que Carlos Horacio Urán, mi padre, sí había salido con vida del edificio, sede de las altas Cortes de la justicia colombiana, el día 7 de noviembre de 1985, y que la justicia había sido una víctima más. La verdad había aparecido en 2007 porque no soportaba más el engaño y dejaba en claro, de una vez por todas, que Carlos Horacio Urán había logrado sobrevivir a ese infierno ocurrido dentro del Palacio de Justicia, pero que una vez afuera, los agentes del Estado fueron quienes lo privaron de su libertad, lo golpearon brutalmente y lo ejecutaron.

Al finalizar la toma y retoma del Palacio de Justicia, el 6 y 7 de noviembre de 1985, mi padre no aparecía ni vivo, ni muerto: no estaba en ningún hospital, ni centro de salud, tampoco aparecía registrado en las listas de los “rescatados” o en el Instituto de Medicina Legal. En medio de lamentos, la verdad nos contaba que mi padre se había convertido en el fiel reflejo del horror que había sido la masacre del Palacio de Justicia; desde el principio, cuando los civiles fueron secuestrados y abandonados por un gobierno que no hizo nada para ayudarlos, e incluso fueron violentados por el Estado mismo. La injusticia persistía al tener que seguir luchando para superar el armazón de impunidad y silencio imperante en este caso.

La verdad nos explicaba por qué el caso de mi padre no era un asunto solo familiar, sino uno asunto político que nos atravesaba a todos como Nación. En esa masacre fallecieron cerca de cien personas entre magistrados, empleados de las cortes y visitantes ocasionales, y once más desaparecieron. Fue el trato que en todos esos años se les dio a los hechos: se insistía en negar y esconder aquello que precisamente sentó las bases para el exterminio que siguió después de quienes tuvieron el deseo de buscar un país con valores democráticos, pacíficos, libres.

La justicia fue herida y humillada en su casa de por vida; descalificada como poder superior dentro de un Estado de Derecho para convertirla –por miedo o convicción– en una rama complaciente con intereses particulares y políticos y amiga íntima de la impunidad.

La masacre del Palacio de Justicia nos mostró a todos, de frente y desde el corazón del país, cuál era el valor de la vida humana y cuál el de la justicia para el Estado y el poder, pero también, el grado de desconexión social y parálisis en la que hemos estado sumidos por años como sociedad.

Esa verdad llevaba veintidós años intentando imponerse al atropello y la mentira. Sabía que solo conociéndola podríamos resistir y cambiar el rumbo. Ahora que había aparecido, gritaba para hacerse escuchar por todos, incluso por aquellos quienes habían hecho de la violencia su razón de ser y su mayor usufructo, porque sus engaños y terror los mantiene en pie.

La verdad sabía que la intentarían callar, quebrar, atacar, como sucedió con Eduardo Umaña Mendoza, representante de personas desaparecidas desde los hechos del ataque el 6 y 7 de noviembre de 1985, que fue acribillado en su casa, o la fiscal Ángela María Buitrago que fue retirada del caso, cuando reveló cómo el Ejército había escondido, por más de dos décadas, la billetera de mi padre, el tipo de arma (restrictiva del Ejército) que empuñó quien lo asesinó y la forma como las Fuerzas Armadas condujeron la operación de principio a fin, con el único objetivo de aniquilar al enemigo. Mientras tanto, escondieron sus intenciones en frases acomodadas como la del excoronel Alfonso Plazas Vega, comandante de los tanques de guerra, quien, sin rubor, declaró ante las cámaras de los medios de comunicación de la época, mientras sonaban los estertores detrás, que estaba “defendiendo la democracia, maestro”, aunque dentro del Palacio se torturaban a seres inocentes y en completa indefensión, pues salvar sus vidas nunca fue, desde el comienzo de la operación, una prioridad.

Dos décadas y algo más tuvieron que pasar para que fuera claro por qué desde el principio intentaron confundirnos en la percepción de la realidad, cuando nos decían que mi padre, Carlos Horacio Urán, y posiblemente otros, había caído dentro del edificio por una bala perdida; por qué habían acusado a la guerrilla de haberlo asesinado, e incluso intentaron acusarlo de guerrillero o simpatizante de los insurrectos. Hicieron todo para impedir las certezas de una familia y de un país: alteraron los hechos, la escena del crimen y por ahí derecho, la memoria colectiva, y nos quitaron hasta el derecho de reclamar.

En 2007 la verdad nos dejó claro, finalmente, que todo el Estado en su conjunto había sido parte y cómplice de un hecho ominoso: de manera calculada el gobierno, las Fuerzas Armadas, Medicina Legal, la Cruz Roja, la Fiscalía y los medios de comunicación habían contribuido a tenerla sometida y silenciada. En ese momento una fiscal y un periodista se atrevieron a romper esa mentira y a cuestionar por primera vez una versión oficial y política que hasta ese entonces la inmensa mayoría del público aceptaba, en parte, por efecto de la visión impartida por los medios de comunicación, que reprodujeron durante años lo que el poder oficial quería que se impusiera como cierto: la guerrilla del M-19 patrocinada por el Cartel de Medellín eran los únicos responsables, y el Estado era, de nuevo, inocente, pues había protegido a las instituciones. Allí entendí por qué Colombia era un país condenado a la guerra y a tener, una y otra vez, fallidos acuerdos de paz, pues le temía a la verdad.

En esta mentira organizada se blindaron todos los que, por acción u omisión, participaron de esas 27 horas terribles del ataque al Palacio de Justicia. El crimen de Estado y la violencia política no quieren que se conozcan los hechos, y por lo tanto eluden la conquista de la dignidad y la posibilidad cierta de crecer y vivir en paz.

Hoy, 35 años después de los hechos del atentado al Palacio de Justicia en 1985, la verdad no logra aún acabar con la impunidad en nuestro caso, pero me ha dado libertad y ha sentado el punto de partida para no volver a callar; para poder hablar y contar mi historia y, como un acto cívico, insistir en un sistema político en el que todos podamos y debamos hablar, para entonces todos juntos decir, ahí si con legitimidad, que tenemos el derecho de “¡defender la democracia, maestro!”.

 

*Este texto es producto de una alianza entre Colombia2020 y la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.

**Helena Urán Bidegain es asesora parlamentaria en el Bundestag alemán, miembro del grupo de trabajo sobre memoria y exilio del conflicto armado colombiano, del Colectivo Creando Memoria-Berlin. Autora del libro Mi Vida y El Palacio que será publicado próximamente.

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