Mariposas amarillas en tiempos de guerra
Los y las líderes políticos y sociales, así como los y las defensoras de derechos humanos han sido víctimas principales durante las décadas más duras del conflicto armado en la región Centroandina.
Esther es una mujer que inspira respeto. Es alta, espigada y de movimientos suaves. Refleja el liderazgo político que caracterizó a la generación de mujeres huilenses que se destacó en la coyuntura hacia a la Constitución Política de 1991. La política le corría por las venas, hija de político liberal, esposa de político liberal, Esther fue una de esas pioneras que, mientras el sistema político abría sus puertas a nuevas participaciones, se subió a las tarimas y elevó su voz en las manifestaciones, un periodo que parecía prometedor. En 1998, ella llegó al Congreso de la República y su voz se elevaría en los años siguientes en el Salón Elíptico del Capitolio Nacional.
Sin embargo, a medida que se acercaba el nuevo milenio, el panorama en el país resultaba más incierto. El proceso de paz entre la guerrilla de las FARC-EP y el Gobierno fue perdiéndose en los vericuetos de dos adversarios que jamás confiaron plenamente en el otro, pero que tampoco se fiaron de la mesa de negociación. El secuestro se convirtió en una amenaza constante para múltiples sectores y los desplazamientos internos, así como los exilios fueron el telón de fondo del cambio de milenio. Mientras tanto, las advertencias, amenazas y hostigamientos entre los múltiples actores del conflicto se incrementaron progresivamente.
Una mañana de septiembre, mientras Esther desayunó con su compañero de vida, no imaginó que sería la última vez que estarían juntos. Un par de horas después, en una carretera nacional, un comando de hombres armados interceptó el automóvil y la llevó a la profunda selva del sur colombiano. Ella no lo imaginó, pero los siguientes años, no participaría en las siguientes dos elecciones legislativas y presidenciales, en el Vaticano moriría un Papa y elegirían otro, los celulares no solo se masificarían, sino que se transformarían en herramientas de trabajo inteligente y el proceso de paz finalmente fracasaría estrepitosamente.
Pero más allá de un mundo que cambiaba, cuando Esther volvió a la libertad, casi siete años después, era viuda, tenía dos hijas adultas y para entonces, había atravesado todo el sur del país a través de uno de los escenarios más agrestes de la geografía latinoamericana: la selva húmeda amazónica. Se había transformado en una rehén bajo excusas políticas y con el objetivo de presionar al Gobierno nacional a un intercambio humanitario: el viacrucis de Esther, como el de miles de colombianos y colombianas víctimas del horror del secuestro, marcó una época de espanto, apatía y un progresivo acostumbramiento a la violencia que sobrepasó cualquier límite.
Líderes políticos y sociales, así como defensores de derechos humanos han sido víctimas principales durante las décadas más álgidas del conflicto. No deja de resultar paradójico que este periodo coincidió con el proceso de ampliación democrática que había impulsado la Constitución Política de 1991. La transición del bipartidismo al multipartidismo fue interrumpida por un incremento de la violencia hacia liderazgos políticos, sociales y comunitarios, que ya no solamente atacaba tercerías políticas (como había ocurrido en la década precedente, por ejemplo, contra la Unión Patriótica), sino que no distinguía color político u orientación ideológica.
¿Cómo podríamos explicarnos que la apertura democrática coincida con un incremento, tanto cuantitativo como cualitativo, de la violencia hacia líderes sociales y políticos por parte de los diversos actores armados legales e ilegales? La historia de Esther, de cierta manera, es el relato de un país cuyo proceso constituyente para avanzar a la nueva democratización, no bastó para que el país superara los procesos de violencia política del periodo precedente.
A partir de la década del noventa (especialmente, a mediados) la guerra se desbordó: las afectaciones contra líderes políticos, sociales y comunitarios se multiplicaron. Funcionarios públicos en ejercicio, titulares de cargos de elección popular, líderes naturales, autoridades de partidos políticos se convirtieron en objetivo militar por ser entendidos como representantes del Estado. Ningún partido o movimiento se libró de tal condena impuesta en el centro del país por la extinta guerrilla de las FARC-EP.
El secuestro no fue el único flagelo que los liderazgos políticos y sociales afrontaron durante esta década de espanto: las amenazas constantes, los asesinatos selectivos y las masacres, que se agudizarían a mediados de la década siguiente con la entrada de grupos paramilitares, se convirtieron en sentencias para las corporaciones públicas y los diferentes partidos y movimientos. Las más afectadas fueron “las bases” de dichas organizaciones, y aunque en la región Centroandina se presentaron magnicidios (el asesinato de dos exgobernadores de Huila, por ejemplo), cuantitativamente los principales afectados fueron concejales y ediles de municipios de menor categoría que ejercían liderazgos representativos en sus comunidades.
Si bien sabemos que las categorías de líder social y líder político no necesariamente son equiparables, esta representación edilicia o concejal no necesariamente implicaba una carrera o “ejercicio político de tiempo completo”. En muchos poblados era un devenir natural del líder comunitario. El líder que gestionaba regalos para los niños en octubre o tramitaba una cancha para el barrio, entendía que el siguiente paso para seguir ayudando a sus comunidades era “lanzarse al concejo”; en la mayoría de ocasiones no vivía de este ingreso y en los intervalos de su labor política podían ser panaderos, negociantes o maestros. En múltiples ocasiones, la violencia truncó esos ejercicios representativos y cercenó liderazgos de comunidades a lo largo y ancho de las cordilleras del país.
La crisis ocasionada por esta violencia abrió el fenómeno de “gobierno a distancia”. Más de dos docenas de alcaldes y concejos se retiraron a gobernar a las capitales de departamento, y en algunos casos desde la misma Bogotá por extensos periodos de tiempo. Quienes se quedaron en sus pueblos lo hicieron a veces en medio del miedo o haciendo malabares sobre pactos tácitos con el actor armado: eran protagonistas de una frágil realidad donde el contrato social del que hablaba Rousseau y evidentemente, el Estado, estaban ausentes.
Mientras Esther atravesaba las selvas de Colombia de occidente a oriente, al mismo tiempo que sus hijas crecían, en los múltiples municipios del centro del país se fueron erosionando los vínculos comunitarios. La amabilidad y la apertura a los foráneos fue reemplazada por un temor generalizado a quien llegaba al pueblo, por ser asociado a milicianos o informantes asociados a los grupos armados; las puertas abiertas en las casas de los pueblos se cerraron para dar paso a miradas temerosas entre los visillos de las cortinas.
Han pasado casi cinco años de la firma de los Acuerdos de Paz y más de diez de que Esther volviera a la libertad. Ella ha creído en este proceso, y también ha vuelto a recibir señalamientos por parte de la sociedad por dicha decisión. No resulta extraño en una sociedad que ha pasado décadas enseñando a odiar, a señalar y estigmatizar al distinto y a vivir en medio de antagonismos que levantan muros y ponen etiquetas al adversario. Como país necesitamos avanzar en las capacidades de fortalecer la democracia que está constituida por personas de carne y hueso, por sus historias, por sus expectativas de liderazgo y por opiniones que pueden ser diferentes, pero que nunca podrán ser una excusa para destruir la otredad.
En noviembre de 1960, la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana asesinó a las hermanas Mirabal, conocidas como “las mariposas” por oponerse a su sangriento régimen. En esa misma década, Gabriel García Márquez convirtió a las mariposas amarillas en un ícono del Macondo imaginario de nuestro relato. Las mariposas que representan esas mujeres valientes que se levantaron para ser símbolo de resistencia son también la historia de nuestros pueblos y aún en tiempos de guerra, ellas, todas ellas, viven como símbolo de paz y esperanza.
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