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Comisión de la Verdad

Un recorrido por los liderazgos sociales del pueblo korebajú en Caquetá

Relato de una salida de campo por el río Orteguaza.

TERRITORIOS | Agosto 09 de 2021

Un recorrido por los liderazgos sociales del pueblo korebajú en Caquetá

Como una serpiente la línea del horizonte este año pareció crisparse ante la pandemia del Coronavirus. Una buena parte de las empresas, las instituciones, y las personas, tuvieron que cambiar sus prácticas para mantenerse o para subsistir, al menos por un tiempo. También la Comisión de la Verdad, que busca comprender cómo otras pandemias ⎯como la del conflicto armado interno en todos sus matices⎯, nos han turbado el horizonte, cambió sus formas de acercarse a la gente. Durante al menos siete meses cesaron las salidas de campo y aumentaron los encuentros virtuales. Pero, como el tiempo de vida de la Comisión es corto, la violencia no se detiene y la virtualidad parece una broma de mal gusto en muchos lugares del Caquetá, nos vimos nuevamente embarcados en una travesía, esta vez, por territorio korebajú. 

Salimos de Puerto Arango a las dos de la tarde en el motor fuera de borda de un reconocido transportista fluvial del Orteguaza apodado “Piquiña”. Tres horas después llegamos a Granario, que es un caserío de población mestiza, desde donde hay que caminar unos dos kilómetros para llegar al resguardo indígena korebajú de Aguas Negras, cuando el caudal del río está bajo. En este último lugar y en el resguardo San Luis conversaríamos con algunos indígenas korebajú sobre sus experiencias como pueblos originarios en medio del conflicto armado; los múltiples ciclos de colonización que transformaron su territorio y lo que esperan del Estado cuando se reconozcan las formas de violencia ejercidas sobre ellos.

Caminando llegamos a la institución educativa indígena korebajú, Mama Bwe Reojache, ubicada en Aguas Negras, para pernoctar y hablar con la hermana de la Comunidad de las Lauritas, Aracelly Serna, sobre el trabajo que viene realizando como directora de ese internado desde hace cinco años. La Hermana Aracelly le ha dado continuidad a la labor educativa que emprendieran los misioneros de La Consolata, en unión con autoridades indígenas, en la década del 70 en ese y otros resguardos del Caquetá. Entre otras cosas, la Hermana nos contó que, aun cuando la etnoeducación implica procesos de enseñanza y aprendizaje diferentes, basados en las costumbres y cosmogonía propias de la comunidad, el internado no recibe un trato diferencial por parte de algunas entidades del Estado. Allí viven y cursan los estudios de educación primaria, secundaria y media, 160 jóvenes, entre indígenas y mestizos. Aprovechando la situación de emergencia sanitaria, la hermana Aracelly y un grupo de docentes ––algunos de ellos indígenas––, han venido reorganizando el currículo académico a través de proyectos que tienen como centro: la chagra, la soberanía alimentaria y la formación de liderazgos sociales.

Al otro día, temprano, visitamos a María, una profesora korebajú nacida y criada en el resguardo Aguas Negras, que es un espacio de tierra conformado por cinco comunidades, todas con nombres de santos, organizadas en un comité de cacicazgos que toma las decisiones y dispone de forma operativa el trabajo comunitario. Cuenta María que, en la década del 60, en la que ella nació, el territorio era diferente; había más tranquilidad y más peces en el río. Desde los cinco años María recorría los caminos aprendiendo las enseñanzas que los mayores transmitían a los más jóvenes para el cuidado y defensa del territorio en el que por años habían vivido en paz. “Siempre me gustaba estar al lado de la autoridad y participar en reuniones, porque en esa época vivíamos muy organizados por nuestras mamás y nuestras abuelas, en la parte de cultivos y de hacer chagras, que eran comunitarias”.

 

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Pero en las décadas posteriores el panorama cambió radicalmente. Oleadas de personas sin alternativas de vida claras, provenientes del centro del país ocuparon las tierras que el centralismo estatal cómodamente consideraba baldías. En ese contexto, algunos korebajú, al igual que cientos de colonos desilusionados de los programas agrarios, empezaron a sembrar coca para generar ingresos en medio de tantas precariedades; mientras que otros ingresaron ⎯con o sin voluntad⎯ a los grupos armados. En particular, el acuatizaje del avión de Aeropesca sobre el río Orteguaza secuestrado y cargado con armas por el M-19 en octubre de 1981, impactó profundamente la vida y las prácticas sociales en la zona. Cuenta María, bajando la voz, que días antes del acuatizaje se escucharon rumores de la llegada de las armas que, posteriormente, algunos miembros de la comunidad se vieron presionados a descargar. Por eso, cuando el avión cayó formando una playa metálica en medio del agua, y su cargamento se perdió por entre la selva y los ríos, vino el ejército atropellando a cuanto colono y, sobre todo, a cuanto indígena se encontró a su paso.

 

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Entrada la tarde nos dirigimos por el río a San Luis, que queda justo en frente de donde cayó el avión de Aeropesca hace ya casi treinta años. Al llegar a ese lugar sorprende el sigilo con el que los niños juegan y los grandes se comunican en casas que distan considerablemente unas de otras, se respira una atmosfera que dificulta imaginar los hechos de violencia que les sucedieron. Allí nos esperaba Manuel, otro korebajú que comparte con María, además del legado ancestral, la circunstancia de haber perdido seres queridos en medio de un conflicto que no les pertenecía.

Durante la entrevista, a Manuel lo acompañaron sus hijos y un hombre sereno que exhalaba, con el humo del tabaco, frases sobre la importancia que para los korebajú tiene contar la verdad. Nos ofrecieron mambe para aclarar el pensamiento y tabaco para conectar con los espíritus y las historias y, también para ahuyentar a los mosquitos que, cuando cae la noche, zumban y pican sin descanso.

“Manuel ––nos dijo la Hermana en el internado––, es un ser sobre todo nocturno”. Tenía razón, porque solo hasta cuando cayó la noche quiso contarnos que su padre fue un líder social de gran importancia para korebajú y campesinos por igual, quien, junto con otras personas, impulsó la creación del Consejo Regional Indígena del Orteguaza Medio Caquetá (CRIOMC) para hacer frente organizado a la presencia militar en los resguardos a principios de los 80. Caminar con su padre le permitió a Manuel involucrarse en los procesos organizativos que hoy lo han convertido en vocero de su comunidad.

 

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Precisamente, fue esa capacidad movilizadora la que llevó a que en 1993 las FARC-EP asesinaran a su padre y a otros líderes más en los años posteriores. Manuel recuerda que cuando recibió la noticia no podía creer que su padre, a quien horas antes había visto tan lleno de vida en una reunión de la guardia, estuviera muerto. Por eso, más que la desaparición física le dolieron los procesos organizativos que se cortaron, la orfandad que les sobrevino y el aniquilamiento progresivo de su pueblo. Encontró fuerza para resistir el golpe en su identidad korebajú y en Dios ––en un claro sincretismo que alude a otra barbarie producto de la explotación del territorio y de los esfuerzos evangelizadores sobre una sociedad que hasta hace poco era considerada salvaje⎯. 

Y es que, desafortunadamente, los líderes sociales siempre han sido una molestia para quienes controlan el territorio, sin distinción.  O, en palabras de Manuel: “Nosotros como korebajú vivimos en nuestro territorio, construimos nuestra casita, y sabemos lo que queremos para organizar esa casa y vienen otras ideologías y por no aceptarlas nos acaban al papá, al abuelo y a los hermanos”. También a María esa guerrilla le asesinó, en 1997 en San Luis, a su esposo, a dos de sus cuñados y a cuatro personas más, entre las que se encontraban otros docentes y caciques, en una masacre con una manifiesta intención de generar un mayor control territorial sobre esa comunidad que se rehusaba a renunciar a sus formas de autogobierno. Recuerda María: “Fuimos a la escuelita y vimos que los estaban trayendo uno por uno, todos destrozados”. En los años posteriores se entablaron negociaciones con ese grupo armado y se firmaron documentos, pero el aniquilamiento de sus líderes no se detuvo.

 

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El asesinato de los familiares de María apagó por puro miedo su liderazgo y el de otras mujeres viudas que permanecieron varios años en silencio hasta que comprendieron que para sobrevivir como pueblo korebajú no podían callarse para siempre: “Es mi territorio, voy a pisar mi territorio, voy a cuidar mi territorio, porque en el territorio está todo, está la cultura, está nuestra madre tierra, está nuestra ley de origen. Ahí es donde yo recreo, ahí está mi pensamiento, ahí está mi espíritu".

 

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También Manuel y su comunidad debieron callarse después de los asesinatos perpetrados por personas que, como él dice, tenían las mismas necesidades de lucha que ellos: “fue, de alguna forma, un mensaje para que nosotros calláramos y desistiéramos de seguir luchando, entregáramos nuestra gobernabilidad”.

 

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María y Manuel han mantenido una lucha, organizada y autónoma, por reconstruir los procesos organizativos quebrados por el aniquilamiento físico, espiritual y cultural de sus líderes producto de la violencia y de la segregación histórica que han padecido. Para reconstruir y mantener sus comunidades han sabido darle importancia a la lengua korebajú que, además de la cosmogonía, recoge la experiencia humana de cientos de años de existir armónica y organizadamente sobre la tierra. Nosotros deberíamos aprender. También, saben, porque les ha tocado saberlo a la fuerza, que sin procesos colectivos y relevos generacionales que garanticen la continuidad de su pensamiento están condenados a desaparecer. Por eso hoy, cuando en muchos territorios periféricos como el que ellos habitan hay incertidumbre por la desidia estatal y la presencia cada vez más amenazante de los grupos armados, coinciden en la necesidad de que el país y los actores reconozcan públicamente lo que les hicieron y se les brinden las garantías para ejercer sus derechos sobre el territorio.

 

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Luego del encuentro recogimos el camino transitado alumbrados por la luna y, de alguna forma, por el saber y la palabra compartida. Durante el recorrido permanecimos en silencio, tal vez impregnados de ese sigilo que los korebajú han aprendido de la vida, la naturaleza y la noche.

 

*Ilustraciones de Edwin Prada, documentador Comisión de la Verdad en Caquetá.

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