“Bota de caucho, bota de guerra”
Vencer la estigmatización del Putumayo, una de las conclusiones del primer taller regional de la Comisión en la región.
En la etapa más aguda y cruda del conflicto armado colombiano, los habitantes del departamento de Putumayo tuvieron que adaptarse a las lógicas de la confrontación. Cambiar la forma de vestir fue necesario para la supervivencia.
“No entendemos en qué momento Putumayo se convirtió en sinónimo de guerrilla, si fuimos una región llena de fuerza pública”, se preguntan algunos habitantes de Puerto Asís.
Esta fue una de las conclusiones que dejó el primer taller regional realizado por La Comisión de la Verdad, con representantes de casi 30 organizaciones de base, comunitarias, campesinas, indígenas y LGTBTIQ de Putumayo, quienes aportaron a la búsqueda e identificación de patrones para el esclarecimiento de la verdad.
Y es que, aunque los hechos dan cuenta de los efectos de la guerra en esta zona del país, la estigmatización aún sobrevive invisible en los imaginarios colectivos y permea la cotidianidad de los 13 municipios del departamento.
Por su ubicación geográfica, ha sido el escenario de acción de distintos grupos armados para el cultivo de coca y posterior procesamiento del clorhidrato de cocaína, una de las principales fuentes de financiación de estas organizaciones ilegales armadas. Lo fue también para las lógicas económicas informales de la región durante la bonanza cocalera en la década del 80 y posteriores.
En este contexto, sus habitantes debieron adaptarse para no parecerse a ninguno de los actores armados, que se disputaron el territorio en el marco del conflicto armado colombiano.
“Hubo una época en que la bota de caucho -elemento necesario para el trabajo en el campo- se comenzó a llamar: la bota guerrillera. En ese entonces, si uno usaba botas negras, te tildaban de Farc. Las mujeres no podían tener el cabello rubio, porque de inmediato eran tildadas de ser informantes de las AUC”, recuerda Ana Julia Bernal, asistente a la jornada de taller con La Comisión.
Paradójicamente las formas de vestir y otras costumbres terminaron por clasificar a los habitantes en los cascos urbanos y en las zonas rurales del departamento. “Aunque toda mi familia está viva, si era conocido que los hombres no podían vestir con la camisa por fuera. Y el negro para el pantalón y la prenda superior fue prohibido. Los hombres, debían estar peluqueados, afeitados y con la ropa limpia, pero entonces atacaba las Farc tildándote de integrar el ejército o las autodefensas”, recuerda Ana Julia.
No obstante, en medio de estas lógicas, la población sobreviviente salió a flote en medio de claroscuros. Las mujeres del municipio de San Miguel, por ejemplo, debieron guardar sus pijamas y “dormir con las botas puestas”.
En esa época (décadas de 1990 y 2000), hubo alrededor de 205 incursiones guerrilleras. Las mujeres dormíamos con pantalones, sacos y botas por si tocaba huir de las explosiones para salvar la vida.
Las descripciones dan cuenta de las limitaciones al libre desarrollo de la personalidad y las formas en que los grupos armados fueron tomando provecho para consolidar sus objetivos en esta zona del país.
“Entre el 2000 y el 2009, los campesinos y los indígenas no salían del monte”. Las extensas jornadas de trabajo cobraban efecto en el aspecto de los labriegos. “Entonces, la gente salía a cortarse el cabello y de inmediato eran ubicados por los paramilitares. Los asesinaban y los arrojaban al río. Son miles de historias”, sentencia Cenenida Romero, participante del taller.
Incluso, la dimensión íntima de las personas se convirtió en un botín económico o un pasaporte para demostrar simpatía y lealtad a ciertos actores armados, como lo describe Lucía Andrade Manjarrez del colectivo de estudios de género Diversas Incorrectas. “Misteriosamente las pruebas de las personas diagnosticadas con VIH en el hospital de Mocoa, se filtraban a los paramilitares”. El destino de estas personas ya estaba escrito: “llegaban a decir que las balas no se desperdiciaban en estos pacientes”. Eso, en el peor de los casos. “Las degollaban, las acuchillaban y las tiraban al río”, asegura.
Desde entonces, las mujeres perdieron la vieja costumbre de socializar en los antejardines. En épocas de la estigmatización, los paramilitares prohibieron las reuniones de dos o más esposas. “Eso no está bien, decían”. La desobediencia se castigaba con fuetazos en el parque central, porque “las mujeres debían estar en sus casas y no planeando cómo engañar a sus esposos”, esa era la sentencia del castigo.
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