El sonido de los sueños
Durante varias generaciones, los niños, niñas y adolescentes de Colombia han sufrido el reclutamiento forzado y su inclusión conflicto armado colombiano.
“Los sueños y metas con los que uno crece cambian cuando la guerra toca la puerta, los planes tienen más obstáculos cuando uno nace en municipios donde el sonido de las balas y la falta de oportunidades son el diario vivir”. Estas son las palabras con las que Martín describe su vida en Colombia, un país en el que el conflicto armado se ensañó contra los jóvenes.
Martín nació en una familia campesina del occidente de Boyacá, su niñez transcurría entre labores del campo e historias de los abuelos. Mientras jugaban parqués en la noche, él aprovechaba los restos de las lluvias de la zona, para poner a navegar sus barcos de papel, soñaba con conocer los lugares que las charlas describían, pensar en viajar lo hacía transportarse a la inmensidad que solo la imaginación puede lograr.
Recuerda como una tarde, mientras la bruma se apoderaba de la montaña verde donde quedaba su casa y la taza de café le mantenía caliente las manos, escuchaba de a los vecinos hablar de cómo la guerra estaba cada vez más cerca. Murmuraban que se habían ido muchos muchachos y que la región ya no era la misma, por días tuvo muchas preguntas sobre sus compañeros que se fueron y al igual que siendo niño se imaginaba los lugares donde podían estar.
Para ese tiempo no podían ir a la escuela pues hacía más de cuatro meses no tenían docente asignado y por las lluvias era cada vez más difícil llegar, por lo que lo ocupaban en la cosecha. Recuerda cuando iba a la escuela con nostalgia, como una sensación difícil de describir, le gustaba ir, pero le daba miedo que volviera el sonido de las ráfagas de fusil que, aunque se esforzaba por callar en su memoria, seguía siendo más fuerte que las risas y los lápices.
Una mañana, mientras acompañaba a su abuelo al pueblo a vender la cosecha, un grupo detuvo el carro en que se transportaban junto con otros vecinos de la vereda, Martín recuerda que a veces los detenían, pero los dejaban continuar y otras veces solo saludaban. Esa mañana vio en los ojos de su abuelo el miedo, como quien presiente una tragedia, se angustió por no entender que sucedía, él y otros jóvenes fueron obligados a bajar del vehículo, les pidieron que los acompañaran mientras los vecinos les rogaban que no se los llevaran.
La sensación era indescriptible, se mostraba impávido, pero el miedo consumía su mente cuando cada paso lo adentraba en la montaña, escuchaba los gritos y el llanto en la distancia de quienes luchaban por no dejarlos ir. Supo que su suerte estaba echada al llegar al campamento y recibir la primera orientación de guerra, ahí supo que soñar es diferente para quienes viven en el campo y la vida es diferente cuando las balas se cruzan por el cerco.
Al entregarle las armas para entrenar y los uniformes sentía como empezaba a ver la vida diferente, extrañaba su casa mientras conocía nuevas personas quienes, sin saberlo, se convertirían en su nueva familia. Adoptó un nuevo nombre que sería el inicio de una madurez temprana, los recuerdos de las ráfagas dejaron de estar solo en su memoria y se convirtieron en su presente, aprendió a vivir con miedo y ver enemigos en quienes podrían ser sus vecinos, quienes por azares de la vida estaban en otro bando o habían tomado otro camino, peleando guerras que cada vez sentían más ajenas.
Con el pasar de los años, Martín aprendió a sortear la vida en las circunstancias propias del conflicto, recibió consejos de sus compañeros que llevaban más años en las filas, sintió alegrías y tristezas, se permitió volver a soñar al ver niños estudiando en las veredas lejanas, soñaba con que ellos escucharan más fuerte la paz que los fusiles.
Una tarde mientras aguardaban la noche escucharon de su comandante la posibilidad de un proceso de paz, para Martín fue inevitable encharcar sus ojos en lágrimas, pues podía ser la oportunidad de volver a casa, poder trabajar en lo que le apasionaba, poder tener una familia lejos de las balas y sin duda viajar con la libertad propia del aventurero que siempre quiso ser.
Una vez consolidado el proceso, cuando Martín entregó su fusil pensó que sería más fácil, pero fue como dejar parte de su cuerpo, un dolor paradójico. Esto representaba enfrentarse a una vida desconocida y llena de riesgos. Con el corazón lleno de emoción siguió cada paso y fue constante en el camino, sin saber que la vida le tendría guardado una serie de obstáculos más. Los ojos que señalan y juzgan como púas eran cada vez más constantes, ignorando lo que Martín trataba de gritar desde su silencio.
Desde su experiencia supo la importancia del trabajo conjunto y cómo podía aportar a su comunidad. Con una sonrisa cuenta como muchos de sus compañeros también trabajan por un territorio que aporte a la paz. Cuando se reúnen, narran sus historias con la nostalgia que hace recodar a quienes ya no están, pues el apostarle a la paz también ha costado la vida de muchos quienes soñaban con un futuro diferente.
El odio y rencor en algunos momentos trataron de nublar su objetivo, pero nunca se detuvo en ellos porque él recorrió el país con las botas embarradas y vio el dolor de la guerra en el rostro de las personas. Siempre supo que el futuro no podía ser igual, quería que la esperanza fuera el camino para que otros niños pudieran soñar y que sus risas fueran más fuertes que el sonido de la guerra. Martín, de la manera difícil, supo que hay que aprender a escuchar la paz porque la guerra podrá robarse todo, menos el alma de quienes sueñan.
Años más tarde, las historias de su niñez las narra mientras le cuenta a su hija como fue su vida cuando el conflicto lo llevó a abandonar los barcos de papel y a olvidar sus viajes aventureros. Dice, con voz apaciguada, que hoy la vida es otra aunque siempre estará unida a nuestro pasado, la invita a ser consiente, sin que pierda la magia propia de la niñez, y le dice que en el campo los niños también tienen sueños y que ojala ella sea quien guíe a su generación a ser quien escriba y narre de su propia historia.
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