Teresa, María y Bernarda: tres historias de resistencia del campesinado colombiano
Tres mujeres a las que las une la montaña, la lucha por la tierra y la resistencia. Sus luchas, desde distintas orillas, son por romper las violencias heredadas que han vivido en sus comunidades.
Aunque son de generaciones y lugares distintos, a estas tres mujeres las une la montaña, la lucha por la tierra y la resistencia. Sus vidas han sido marcadas por episodios de violencia, ellas son reflejo del conflicto armado que han vivido las mujeres rurales de la región Centroandina de Colombia, las dinámicas territoriales, el actuar de los actores armados. Pero ellas también son reflejo de la determinación y de la persistencia para romper los ciclos heredados de violencia que han vivido sus poblaciones. Sus voces se encontraron por primera vez en el primer dialogo regional sobre las lecciones aprendidas del conflicto armado adelantado por la Comisión de la Verdad.
Teresa: entre esmeraldas y leyendas
Cuentan los aborígenes Muzos que en donde hoy se ubica la provincia de Occidente en Boyacá, el dios Are creó la Tierra. Detenido en los límites de lo que ahora es San Pablo de Borbur, Pauna y Muzo, Are formó a Fura (mujer) y Tena (hombre) y les otorgó la vida eterna. Zarbi, un forastero que buscaba una flor que otorgaba poderes especiales, irrumpió en la tranquilidad del valle y sedujo a Fura, quien al romper la regla de la fidelidad impuesta por Ace le hizo perder su juventud. Cuando Tena la vio y notó el cambio en su rostro, entendió que se había roto el pacto y decidió suicidarse. Are en castigo los transformó a ambos en grandes montañas, divididas por Zarbi, quien fue convertido en torrente del río Minero, mientras las lágrimas derramadas por Fura (que finalmente lograron el perdón de su dios) se convirtieron en esmeraldas y sus lamentos en mariposas de colores.
Debieron ser muchos los lamentos de Fura, pues en esta zona de Boyacá se ubican las minas de Borbur, Coscuez, Chivor, Peñas Blancas y Otanche. Esta región es considerada una de las zonas de yacimientos de esmeraldas más grandes de Colombia y del mundo. Esta particularidad del territorio desencadenó las llamadas guerras verdes, que para algunos autores dejaron hasta 6.000 víctimas (Prías, Gil y Mendieta, 2017), en medio de la creación de grupos privados armados, precursores del paramilitarismo, de disputas entre patronazgos que marcaron fronteras ilegales por el control y el poder del territorio y que, sumada a las alianzas con el narcotráfico y la presencia marginal de las antiguas FARC-EP en algunas zonas, llevarían a sus pobladores a vivir por décadas la zozobra de la violencia.
Fe de ello puede dar Teresa, nacida en pleno corazón de San Pablo de Borbur a principios de los años 60. Ella tenía escasos cinco años cuando su padre le dio lecciones sobre cómo manejar la carabina, el mampuesto, los trinquetes (armas de cinco tiros que se abrían a la mitad) y hasta el fusil, según él, para que estuviera preparada ante un ataque de los chusmeros. No tenía 20 años cuando la muerte había tocado dos veces su vida. La primera, se había dado por el segundo esposo de su madre, quien en una discusión asesinó a uno de sus hermanos. La segunda, fue la muerte de su padre Jacinto en medio del contexto de una espiral de venganzas familiares.
En el occidente de Boyacá la fiebre esmeraldera desató la llamada “guerra verde”. En la década del 60 con el descubrimiento de minas en San Pablo de Borbur, comenzó la migración de cientos de personas de otras regiones que atraídas por el “oro verde” se doblegaban a “aquellos que disponían de medios para la defensa y la coerción social”; mientras que a aquellos que dominaron el negocio se les conoció como “zares de la esmeralda” (Páramo, 2011). Se estima que la primera ola de la guerra verde que se vivió entre 1965 y 1975 y que estuvo caracterizada por el enfrentamiento de bandas compuestas por antiguos combatientes en las guerras bipartidistas y guaqueros, esto dejó un saldo de entre 700 y 1200 muertos, con crímenes en Bogotá, Muzo, Quípama, Otanche y Chiquinquirá, principalmente.
Cuando parecía que el conflicto no podía agudizarse más, la nueva ola de la guerra verde se extendió en medio de la consolidación de alianzas entre narcotraficantes y esmeralderos y el afianzamiento de grupos paramilitares que, después de 1984, llevó a los pobladores de la provincia de Occidente a quedar divididos por las fronteras ilegales. Luego de la muerte del minero Arsenio Acero y de sindicalizar a Laureano López, empezó una cadena de venganzas entre estas dos familias que luego se extendieron hasta conformar los grupos de Borbur (incluía las poblaciones Otanche, San Pablo de Borbur, Santa Bárbara –jurisdicción de San Pablo de Borbur- y Muzo) y los de Coscuez (jurisdicción de Otanche, Maripí y Pauna).
A la luz de estos hechos es que don Jacinto, pade de Teresa, fue asesinado. Había cruzado una de las fronteras impuestas. Le contaron que su padre pidió ayuda después de ser impactado por una bala, pero estaba dada la orden de no auxiliar a nadie del otro lado del puente del río Minero, incluso si se era parte del personal de salud debía dejarles morir. Siendo Coscuez una jurisdicción del mismo Otanche, era común que entre los pobladores convivieran conocidos, pero la violencia les obligó a romper con sus lazos familiares y comunitarios. La forma de sobrevivencia que encontraron las comunidades ante la barbarie fue el silencio. Sus habitantes se vieron sometidos a las directrices que los grupos ordenaban. Poco ayudó que los pobladores percibieran la poca autoridad que tenían las instituciones del Estado en la zona, quienes habían sido doblegadas a los poderes locales, acrecentando la percepción (hasta el día de hoy) de la ausencia total del Estado.
Como en la leyenda Muzo que culpó a la mujer de romper el equilibrio, en la cultura esmeraldera existía el mito que las mujeres espantaban las esmeraldas; por esta razón la participación en el oficio tenía lugar en la cadena más baja de la producción ilegal. Asimismo, la bonanza de dinero incidió en la apertura de varios sitios donde se ejercía la prostitución. Muchas de ellas fueron asesinadas, desaparecidas, desplazadas o abusadas sexualmente por las facciones que disputaron la tercera guerra verde. La gran cantidad de asesinatos en esta disputa implicó que muchas quedaran como cabezas de hogar.
Ser líder o lideresa social implicaba riesgo, por lo que teresa recuerda no haber participado ni en las reuniones de las Juntas de Acción Comunal. Ella lejos estaba de imaginar que años después, sería elegida concejala en Otanche por dos periodos (2012-2020), luego de superar un agresivo cáncer que por poco le cuesta la vida y la conminó a prometer a la Virgen de Chiquinquirá “que, si la sacaba de esta, le dedicaría gran parte de su vida a defender los derechos humanos”, especialmente de la salud de las mujeres campesinas. Desde este rol, se ha visto enfrentada a otras violencias: “Como decimos nosotros, aquí nos hacen zancadilla a la mujer. Cuando ya ven que levantamos un poquito vuelo nos amenazan”, pero ello no ha menguado su empeño de defender las causas sociales. Logró con orgullo sacar a sus hijos adelante y a diferencia de sus padres, rompió con la práctica (aún común en la zona) de enseñarles a manejar armas.
María: café y resistencias
A dos horas y media del municipio del Líbano, norte del Tolima, se ubica el corregimiento de Santa Teresa. En esta zona rodeada de valles cafeteros nació María, lideresa de la Asociación de pequeños y medianos agricultores del norte del Tolima (ASOPEMA), organización que jugó un papel protagónico en las luchas campesinas del departamento durante los años 90 y parte del 2000.
Aunque sus padres le contaron de la violencia bipartidista que azotó el municipio en 1952, su primer recuerdo directo con el conflicto lo vivió cuando tenía 11 años. Bandoleros liderados por Jacinto Cruz Usma, alias “Sangrenegra” (famoso por marcar a sus víctimas con el “corte franela”), llegaron preguntando por ella, pues una de las prácticas que tenía el grupo era llevarse a las menores y abusarlas sexualmente. Cuenta María que su papá la escondió en un zarzo donde subían el café y les dijo que si se llevaban a su hija tenían que matarlos a todos. Aunque esa noche su padre la envío donde una familiar para que la cuidara, recuerda que muchas de las niñas de la zona no corrieron la misma suerte, entre ellas Myriam, su amiga de infancia.
Al igual que Teresa, María no pensó nunca en ser una lideresa reconocida, pero el rompimiento del Pacto Internacional del Café y la apertura gradual del neoliberalismo desataron una crisis a nivel nacional, especialmente en los pequeños cafeteros. Viviendo en Líbano con su familia, recuerda que el gobierno del presidente Virgilio Barco creó las Unidades Municipales de Asistencia Técnica Agropecuaria (UMATAS) y que en el marco de programa incentivaron a los cafeteros para resembrar lo ya sembrado: Imagínese tumbar lo que habíamos sembrado ya”. Para ello, los bancos se ofrecieron a brindar créditos y apoyar en la tecnificación de los cultivos que para la época estaban afectados por la broca.
No obstante, el rompimiento del pacto desregularizó el precio del grano y redujo la intervención del Estado afectando de manera directa a países productores como Colombia. Las deudas adquiridas por los campesinos comenzaron a volverse impagables y con ello vino el embargo de las tierras. Es así como las comunidades campesinas decidieron organizarse y posterior al primer gran paro cafetero de Líbano y fundaron el movimiento ASOPEMA. Relata María que el día de la asamblea donde se escogieron las directivas departamentales y municipales, ella fue elegida para coordinar los siete municipios del norte de departamento; aunque le sorprendió que se hubiesen fijado en ella, asumió con total compromiso la designación.
Son muchas las acciones que desarrolló ASOPEMA, pero recuerda los dos grandes paros regionales cafeteros de 1995; el primero efectuado en el Líbano con una duración de 22 días y el segundo de 64 días realizado en Ibagué, con la participación de 10.000 campesinos y campesinas. María cree que el apoyo recibido de su familia fue fundamental, pues coordinar estas acciones le implicaban ausentarse por muchos días de su casa, pero sus hijos y su esposo entendían la importancia de su lucha; aun así, como tantas mujeres que asumen liderazgos, los roles de género hacían que María se sintiera obligada a iniciar sus labores a las tres de la mañana para dejar todo listo y así poder cumplir con las responsabilidades que se derivaban de su actividad política.
La resistencia mostrada por los campesinos y campesinas, les llevó a obtener su mayor objetivo que fue la condonación de las deudas, y aunque muchos de los puntos exigidos en los pliegos de peticiones fueron luego incumplidos, el resultado obtenido visibilizó a ASOPEMA como un movimiento fuerte y organizado que empezó a preocupar a sectores económicos y políticos del departamento. Como en la zona norte hacían presencia de las guerrillas de las FARC-EP y del ELN, este último con el grupo Bolcheviques del Líbano, poco tiempo transcurrió para que desde la fuerza pública y el Bloque Tolima se les vinculara erróneamente con estas insurgencias.
Como lideresa lidió con estos señalamientos, pero no fue sino hasta 2001 que dimensionó el riesgo que ello implicaba, cuando en junio paramilitares del Bloque Tolima llegaron a su vereda, reunieron a los pobladores y con lista en mano preguntaron por su ubicación. Gracias a un conocido que pudo escaparse de la reunión, logró salir con vida de la zona junto con su familia, sin embargo, como dice ella: “Perder nuestro territorio fue algo muy duro y yo no se lo deseo ni si quiera a un enemigo, porque perder el territorio es perder todas sus raíces”. Mientras sorteaba en Bogotá el desplazamiento, y los impactos que de él se derivan, no supo que tras su salida se desató la persecución contra ASOPEMA, con desapariciones forzadas, masacres como la de Frías (en Falan) y la de Parroquia (Fresno vía Mariquita), detenciones masivas contra campesinos y asesinatos selectivos.
El afrontamiento individual y colectivo a estos hechos fue el silencio y la desarticulación del movimiento, pues nadie quería asumir el liderazgo de ASOPEMA, tanto así, que sus integrantes decidieron dejar de mencionarla y no denunciar lo que les había pasado. Pasaron muchos años para que los lideres sobrevivientes rompieran su silencio y le narraran a Colombia a través de la Comisión de la Verdad lo que enfrentaron como organización. Desde los casi 400 kilómetros que hoy en día la distancian de Líbano, María ha reconstruido su proyecto de vida y sin proponérselo les heredó a sus hijos “el bichito del liderazgo” desde donde sigue trabajando en pro de los derechos por la tierra.
Bernarda: doblemente colombiana
Gonzalo Jiménez de Quesada al bautizar las tierras del norte del Huila como el valle de las tristezas no se imaginaría que siglos después un poco más al oriente estarían las montañas verdes que serían escenario de violencia, pero también cuna de mujeres resilientes, tierra a la que José Eustasio Rivera había apuntado con más atino llamándola “tierra de promisión”.
En donde se desatan con majestuosidad las cordilleras y los caminos se conectan con Meta, Cundinamarca y Tolima, habitan los doblemente colombianos, llamados así por residir en el municipio de Colombia, Huila. En este valle, nació Bernarda, lideresa cafetera. Recuerda una infancia tranquila en compañía de su familia, aunque no sería la misma suerte para todos, la violencia de la época mancharía las aguas del río Ambicá y marcarían a unos como guerrilleros y otros como autodefensas.
En su proyecto de vida estaba inicialmente terminar enfermería, pero la violencia la apartó de ese sueño. En 2002, cuando tenía 17 años, en unas vacaciones, llegó a la vereda el Frente 17 de las FARC-EP, llegó a su casa y delante de su familia se la llevaron. Días antes de la retención habían escuchado ruidos de combates en la zona, pero no imaginó que terminaría siendo llevada para curar a los heridos. No recuerda el lugar, pero sabe que caminaron por dos días antes de llegar al campamento guerrillero. Allí había decenas de insurgentes, la mayoría de su edad, tenían todo tipo de heridas. Uno en particular le fue encomendado, supo que era de alto rango por la sentencia que le hicieron de mantenerlo con vida.
Luego de tres meses, cuando los heridos se habían curado le fue anunciado por el mismo comandante que ella cuidó, que gracias a sus buenos oficios debía seguir con ellos. Durante los preparativos del grupo para trasladarse, una joven guerrillera se le acercó y le propuso que se volaran juntas. En el descuido de un guardia emprendieron la huida. La hazaña la lograron por el conocimiento que ambas tenían del territorio y por cómo sortearon a quienes las buscaban. La joven guerrillera se entregó al Ejército mientras que Bernarda desde Neiva, contactó a sus padres quienes ya se estaban haciendo a la idea de no verla más. De este episodio cuenta, se desencadenó una profunda depresión que sólo logró superar cuando nació su primer hijo.
No fueron buenos tiempos para ella y su familia, como tampoco para la comunidad, pues en la misma época, llegó a la alcaldía un mandatario que militarizó el municipio, permitió violaciones de derechos humanos por parte de la fuerza pública, legalizó el porte de armas y trajo al grupo paramilitar Conquistadores del Yarí, una vez culminó su mandato. La llegada de este actor a la zona recrudeció la violencia, especialmente contra las mujeres, pues hubo actos de violencia sexual que por el miedo y la vergüenza permanecen sin ser denunciados hasta el día de hoy.
Aunque Bernarda se fue por muchos años, mantuvo los vínculos con su territorio. Su regreso se vio impulsado cuando en una feria en 2015, compartiendo palabras con un mandatario local, éste le dijera que en Colombia sus habitantes no tenían visión de futuro y menos de emprendimientos económicos. La indignación la llevó a organizarse en una asociación de mujeres cafeteras que hoy tiene su producto incluido dentro de la Taza de Excelencia Nacional. Su logró va más allá del éxito cafetero, pues “una de las cosas que más me gustan de esta experiencia es ver unida a una comunidad que desde el año 1950 no se hablaban, no podían pasar, ni una reunión”.
Vidas cruzadas
Aunque son generaciones y lugares distintos, a las tres las une la montaña, la lucha por la tierra y la resistencia. Las vidas de Teresa, María y Bernarda son el reflejo de miles de mujeres campesinas anónimas que, con la montaña y los ríos como testigos, han visto cómo sus vidas fueron trastocadas por la complejidad del conflicto armado. Por ello, en el marco del primer diálogo regional para la no repetición sobre las lecciones aprendidas del conflicto armado: la mujer, rural, impactos, resistencias, afrontamientos y persistencias, adelantado por la Comisión de la Verdad en la región Centroandina. Sus historias y muchas otras salieron a relucir, no solo por la potencia de sus voces, sino por los impactos diferenciales y la forma en como enfrentaron el contexto, sus liderazgos, el sentido de la organización y del territorio.
En sus relatos se pueden identificar varios impactos colectivos como la pérdida de la identidad campesina, pues ante el recrudecimiento del conflicto muchos pobladores se desplazaron hacia las ciudades. Además de las luchas por el uso de la tierra, la estigmatización, la desmotivación de asumir liderazgos sociales, la disolución de movimientos u organizaciones sociales y el rompimiento de los tejidos comunitarios. Pero también se pudo evidenciar como en su condición de mujeres se agudizaron fenómenos como la pobreza, la violencia intrafamiliar, la violencia sexual y el incremento del trabajo en el hogar para aquellas que asumen liderazgos y que se triplican en responsabilidades, por la presión que les impone una sociedad machista.
Sus relatos reivindican la apuesta por la construcción de paz territorial. Un ejemplo es el caso de la asociación de cafeteras donde participa Bernarda, quienes trabajan desde el anonimato en la convivencia y la reconciliación del municipio de Colombia, no solo porque la asociación la integran mujeres víctimas y reincorporadas, sino porque lograron que se despojaran del estigma por pertenecer a X o Y familia, y se vieran como mujeres que trabajan por su autonomía económica y por la equidad de sus derechos. Igual ocurre con Teresa y María que encontraron desde luchas concretas como la defensa de la salud y la tierra, el camino para seguir compartiendo su sabiduría y trabajo en la búsqueda de mejores condiciones para las habitantes del campo.
No es una tarea fácil, de hecho, ninguna vive hoy en sus territorios de origen, pues los diferentes grupos armados les hicieron desplazarse, pero como dice María: “Siempre se ha visto al campesino como alguien noble que se le puede vulnerar”, por lo que su identidad campesina les mantiene en convicción de no desfallecer y de seguir trabajando desde donde les ponga los avatares de la vida. Individualmente, aunque no contaron, ni cuentan, con ningún tipo de acompañamiento psicosocial, se han aferrado a sus familias, a la espiritualidad e incluso al silencio, para tratar de tramitar los dolores y las huellas que dejaron las acciones violentas en sus vidas y sus cuerpos, y que son una muestra de sus procesos resilientes.
Sus luchas, desde distintas orillas, son por romper las violencias heredadas desde los tiempos de sus abuelos. Han dado sus vidas, su tranquilidad e incluso su salud física y mental, por ello creen que si no hay un Estado comprometido con garantizar la equidad de los derechos de la población rural del país, especialmente de las mujeres, proteger los territorios, invertir desde la concertación en sus necesidades reales y, en especial, en cumplir con lo pactado en el Acuerdo de Paz, será muy difícil lograrlo. Saben que es un largo camino, pero se mantienen firmes y persistentes en alzar con sus voces y corazones, las demandas que sean necesarias para que la tranquilidad llegue a sus territorios.
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