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Comisión de la Verdad

“No soy nada de lo que contaron los periódicos”

Esta es la historia de Rafael Sánchez, un hombre de 45 años, que fue acusado injustamente de ser guerrillero.

RELATO | July 09 de 2019

Foto: Luis Gabriel Salcedo/Dejusticia

Este relato hace parte del libro ‘Que nos llamen inocentes: testimonios de detenciones arbitrarias desde El Carmen de Bolívar’, conformado por 19 historias de personas que fueron acusadas y judicializadas por supuestamente pertenecer a grupos armados ilegales en el municipio publicado por el Centro de Estudios en Derecho, Justicia y Sociedad ‘Dejusticia’ y que fue entregado a la Comisión como insumo para el proceso de búsqueda y esclarecimiento de la verdad.

 

“No soy nada de lo que contaron los periódicos”

Rafael Segundo Sánchez Álvarez, 45 años

Todo el tiempo he sido vendedor y, mira, todavía es la hora que sigo vendiendo. Fue el primer trabajo que cogí como niño. A mí me capturaron en plena venta, pero todavía me levanto todos los días a caminar la carretera, promocionando mis fritos.

Nací en Montería, cerca de la tierra de mi papá, Sahagún, Córdoba. Cuando tenía ocho años, mis papás se separaron y vinimos con mi mamá a vivir cerca de su familia en El Carmen de Bolívar. Nos radicamos en el barrio Nariño y pasé toda mi juventud allí, hasta que salí a los 25 años. Me acuerdo de la tranquilidad de este barrio y el ambiente sano, sin robos y sin inseguridad. Me acuerdo también de todos los rincones de sus calles destapadas, pues a los 13 años ya los conocía por mi trabajo. Empecé vendiendo bollos y mazorca para una tía mía; luego expandí mi venta a fritos, y con eso me he quedado. Mi tía me dejaba el 20 por ciento de lo que vendía y, para un pelao en esa época, sí era plata. En un día me ganaba 1.500 o 2.000 pesos y se los daba a mi mamá para el arroz. Siempre he estado muy pendiente de mi mamá para que no estuviera sola y entre los cuatro hermanos le ayudábamos con la comelona, con la comida.

Cuando ya tenía más cancha en la venta, a los 15 años, me vine a vender gaseosa en Gambotico, que es el pedazo de carretera donde la vía de Zambrano se estrella con la de Cartagena y la de Barranquilla con la de Sincelejo. Era duro para mi mamá que saliera a vender en la carretera, pero, ajá, si no había más nadie que la apoyara para las necesidades de la casa, no me podía decir nada. De todos modos, vendiéndoles a los pasajeros de los buses allá ganaba más que en la calle del barrio.

Estudiaba en la mañana, en el colegio del barrio, y en la tarde salía a vender, de las doce y media hasta las seis de la tarde. Pero solo llegué hasta quinto. Mi mamá me mandó a donde mi papá y alcancé a estudiar medio año, pero, como le hacía falta, me mandó a buscar. En ese medio año interrumpí mis estudios y me quedé vendiendo. Desde las siete de la mañana subía en los Brasilia y los Torcoroma y promocionaba mi venta, hasta las seis de la tarde, cuando cogía para mi casa. Era tranquilo en esa época, porque no había violencia. Ahora, por supuesto, se vende más porque hay más tráfico. Cuando eso, no había busetas o taxis y la vía a Zambrano estaba aún sin pavimentar, entonces no se llenaba tanto la carretera. En los primeros años no conocía a todos los vendedores de Gambotico, pero siempre me sentía en confianza. Ahora sí nos conocemos toditos y nos organizamos con nuestros carnets o uniformes.

De 1998 para acá, empezamos a sentir la violencia en El Carmen, sobre todo en el 2000, con la masacre de El Salado. Ese año la violencia llegó al mismo Gambotico. Se corrían rumores de que los vendedores éramos colaboradores de la guerrilla. Mucho después, en una audiencia del proceso de Justicia y Paz, un paramilitar confirmó que le habían dado la tarea de matar a todos los vendedores de Gambotico, supuestamente por ser colaboradores de la guerrilla. La llamamos “la masacre de los vendedores” y era una masacre verdadera: hubo una época en la que todos los días mataban un vendedor. Un día uno y al otro día amanecía otro muerto. Un día mataron tres juntos. Todos eran vendedores de galletas, de las que tienen la marca de El Carmen, las chepacorinas.

Eso daba miedo. Un día regaron el rumor de que me habían matado en el trabajo de la venta, porque mataron a un chofer cerquita de mi parada, pero la gente dijo que era yo. Me lloraron en la casa hasta descubrir que no era. Pero como vendía siempre arepas y los vendedores que mataron eran todos galleteros, seguía con mi venta. Pensaba que no me iba a tocar la violencia, pero todos los demás se fueron. Después del día que mataron tres personas juntas, no quedaba casi nadie. Luego de las casi 100 personas que había allá, por unos cuantos días me quedé vendiendo solito. Llegaban los buses, pero ¡qué va!, no había nadie que corriera para vender, solo yo. Conmigo nunca se metieron.

Hubo un día que mataron a un reboleador, es decir, un muchacho que buscaba pasajeros para embarcarles en el transporte hacia Sincelejo. Antes de morir, él alcanzó a pegarle un tiro al señor que le había disparado. Cuando un helicóptero vino a buscar al herido, se descubrió que habían sido los paramilitares los que estaban asesinando a los vendedores y se fue calmando la vaina. Los vendedores que quedábamos también nos reunimos con la Policía y pedimos que colocaran policías allá en la zona, y de nuevo llegaron uno a uno los demás vendedores. Se paró la masacre en Gambotico, pero en El Carmen todavía había mucha violencia. Ponían bombas en la ciudad a la hora que fuera y había camionetas que rodaban por el pueblo y desaparecían a la gente. Estaba maluco.

Sin embargo, tenía que hacer algo para rebuscarme el arroz, sin importar el miedo que me daba. Mi tía tenía el puesto de fritar más arribita de donde cruzan las carreteras y todos los días iba a recoger los fritos allá y vendía. Pero no era como antes, si acaso alcanzaba a vender una ventecita de fritos y me iba de rapidez para la casa. A pie, porque no había mototaxis en esa época. Ya a las diez u once de la mañana estaba otra vez en mi casa y me encerraba temprano, con miedo.

El 3 de junio del año 2004, un día como cualquier otro, yo estaba vendiendo en horas de la mañana. En ese tiempo, la Policía hacía caravanas para escoltar los buses o carros en la carretera. Con camiones del Ejército, la Policía organizaba un grupo de 15 carros o buses, e iban manejando adelante y atrás de la caravana, para protegerla de los retenes de la guerrilla en la vía. Yo iba caminando por la trayectoria de la caravana, proponiendo mi ventecita a los carros. Pasé frente a una camioneta de la Policía y adentro estaba sentado un hombre encapuchado que me señaló. No le alcancé a ver el rostro en el momento, pero luego supimos quién era. Una policía me llamó: —Venga—. Miró mi cédula y otros policías me esposaron en seguida: —Suba a la camioneta— y ya. No me dijeron más nada. Alcancé a agarrar a otro vendedor y le tiré la bandeja de fritos para que se los llevara a mi tía. No sé si llegaron, pero los mandé, pensando que iban a averiguar algo en la estación y que luego me devolvía a terminar de vender.

Cuando la camioneta vino a echar gasolina en la bomba, todos los vendedores amontonados en la sombra me vieron. —Ajá, y ¿por qué a ti te llevan? —. Yo les decía: —Yo no sé ni por qué. No he hecho nada—. Iba inocentemente.

En la estación de Policía me pusieron con 22 personas más. Éramos apenas dos vendedores (yo, con otro señor que vendía jugos), pero los demás eran conocidos de cara para mí. Eran personas que viajaban para la montaña o vivían allá, tenían fincas de aguacates, vendían en la calle o manejaban mototaxis. A las ocho de la noche nos subieron a todos los 23 en un camión y nos llevaron para la SIJÍN. Nos dejaron tres días allí, sin darnos nadita de comida durante esos tres días. Mi mamá tuvo que vender o empeñar algo –todavía no sé qué fue– para comprarme el desayuno y eso lo compartí con dos compañeros más porque no tenían quién les comprara comida. Ese desayuno era lo único que comíamos nosotros tres en el día, y caro que era. Luego nos llevaron para la cárcel de Ternera. Me capturaron el 3 de junio, y me soltaron el 25; fueron 22 días preso.

En la SIJÍN, nos pusieron a todos en una fila, esposados la mano del uno con la mano del otro, y nos tomaron fotos. Imaginamos que las fotos deberían ser para algo, pero no sabíamos que iban para la portada del periódico, mostrándonos a todos con las manos esposadas.

Nos enteramos de quién nos había hecho meter presos porque un familiar de uno de los 23 lo alcanzó a ver y nos contó. Como el Gobierno les pagaba a los informantes hasta un millón de pesos nada más por señalar a alguien, seguro que lo hizo por la plata. Cuando me llamaron para la audiencia y me mostraron la foto del que me había acusado, lo reconocí. Vivía en el mismo barrio que yo y decían que era guerrillero. Cualquier guerrillero que desertaba, toda persona a la que le diera la gana meterse como informante, se metía para que le pagaran.

Cuando nos trasladaron a Ternera y entramos al patio, un poco de presos nos gritó: —¡’Erda, los guerrilleros, los guerrilleros! —. Esa era nuestra bienvenida. Pero no se metieron con nosotros porque, como entramos los 23 juntos, quedamos juntos en el mismo patio y andábamos juntos. Entre nosotros nos prestábamos plata, el uno al otro que no tenía, hasta que el domingo llegara la visita y la pudiéramos devolver.

Uf, yo sentí mucho miedo en Ternera. El día que me llamaron para la audiencia y tenía que pasar por la mitad de todo el patio, fue cuando más miedo sentí. Yo había visto que a un compañero los demás presos aprovecharon que le tocó pasar el patio solo y lo amenazaron con unos chuzos hechos de cepillos de dientes y le quitaron todo lo que traía puesto, hasta sus pantalonetas. Cuando estábamos en el grupo nos sentíamos protegidos pero cada vez que teníamos visita del abogado, teníamos que pasar por el patio solos. Este trato era muy feo para los que no estábamos acostumbrados a él. Lo más difícil para mí fue la falta de privacidad. Teníamos que pasar el día en el patio con todos los demás, todos los días. En las noches compartimos las celdas y las camas, porque en la celda había nada más que cuatro muritos de cemento, como si fueron camarotes para hasta ocho personas, y ni los baños tenían puerta.

Llamaba a mi familia por un teléfono fijo, a la línea fija de una señora del barrio, porque en esa época solamente las personas con recursos tenían teléfonos. Para mi mamá fue cruel. Como había criado a sus hijos como trabajadores y sabía que ni conocíamos un arma, no comprendía de lo que nos acusaban. A mi esposa la dejé embarazada con mi primera hija. Para poder visitarme, ella cocinaba comida y se la vendía a mis compañeros vendedores de Gambotico. Ellos le colaboraban con comprarle la comida y con eso se ganaba los pasajes para ir a verme. Yo lloraba encerrado cuando me echaron el cuento de que a ella le había tocado cocinar esas comidas, así embarazada, para poder visitarme.

Mi mamá tuvo que vender un lote de tierra para buscar un abogado, que le cobró, cuando eso, 500.000 pesos para tomar el caso. Al final, le cobró más de 500 y mi mamá no pudo terminar de pagarle. Estando yo libre, llegaba a la casa y le tenía que seguir pagando lo que quedó, unos 100.000 pesos. No sé si fue por el trabajo del abogado o por vencimiento de términos que al fin salí. Nunca supe porque salimos todos los 23 al mismo tiempo, los que habíamos puesto abogados y los que no.

Un día nos llamaron a decir que al día siguiente nos entregaban la carta de libertad, pero nosotros no creíamos. Los otros presos nos decían que nuestra detención iba para largo: como éramos colaboradores de la guerrilla, ¿quién iba a poder defenderse del Gobierno siendo acusado de guerrillero? Cuando el día siguiente, el 25 de junio de 2004, la guardia nos llamó y dijo: —Listo, se van para afuera—. Qué alegría teníamos. Yo les dije: —Yo sé leer, pero léanme la hoja, porque no voy a firmar cualquier cosa sin saber—. Pensé que podrían estar engañándome y pidiendo mi firma para condenarme.

Viajamos el día siguiente para el pueblo, con miedo porque decían que los paramilitares nos podían matar, por haber sido detenidos por supuesta colaboración con la guerrilla. De hecho, el día que llegué habían matado a un muchacho casi frente la casa de mi mamá. Entonces, no estaba tan lejos la muerte, es la verdad. Mi mamá me animó: —Ven mijo, ven, que tú no eres nada—. Me vine, pero asustado todavía. Fue la única época en mi vida que dejé mi venta. Duré después 15 días sin ir a Gambotico. Pero tuve que pararme a trabajar. Pensé en coger otro trabajo, pero no hay más fuente de trabajo en el pueblo; o en irme a Venezuela, pero al final no quise. Los primeros días, los amigos me daban plata, de a 1.000 o 2.000 pesos, pero nadie me iba a dar para la comida siempre. Me tocó salir.

El trato ya no era igual con los demás. En Gambote, algunos me saludaban igual. Otros me atacaban con burlas y yo lloraba, pero sin demostrarlo a nadie. Después de un tiempo, ya no les prestaba atención porque tenía mi conciencia limpia. Pensé: “Que digan lo que sea; no le voy a pedir a ninguno, sino yo mismo voy a trabajar”. Volví a trabajar con mi tía y ella estaba contenta de tenerme trabajando otra vez porque siempre era la persona que le vendía más.

Sin embargo, durante un tiempo más siguieron capturando gente. Yo me la pasaba en los billares y llegaba la Policía con frecuencia a pedirle la cédula a cada persona. Me daba miedo que me fueran a detener de nuevo y, entonces, cada vez que los veía, me daban nervios. Pero, gracias a Dios, revisaban la cédula en el computador, nunca se les notificaba nada, y no me cogieron preso otra vez. No he escuchado que ninguno de los 22 que estuvieron conmigo fueran capturados de nuevo.

Del 2006 en adelante, la situación se calmó un poco más. No se oían más rumores de muertes y violencia y nos sentimos mejor. Se nos ha aliviado el miedo que teníamos en El Carmen antes, por las muertes diarias de las que se escuchaba. Y ya no tenemos que recogernos a las seis de la tarde todos los días.

Mi hija nació el 16 de noviembre del mismo año que me detuvieron y tiene 14 años. Los mismos 14 años que han pasado desde ese hecho. Es importante para mí que tanto yo como mi familia podamos saber por qué motivo me pusieron preso. Lo que hicieron fue dañarme la hoja de vida, porque quedé como reseñado y las personas no vuelven a pensar lo mismo de mí porque nos hicieron esa injusticia. Nos miran como a unos insectos, siendo que somos inocentes. Quiero que se cuente que no fuimos nada de lo que contaron en los periódicos. Yo todavía tengo una copia del periódico guardado donde me ven encadenado y quiero cambiar esa historia.

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