“En el pueblo nadie quería recordarme”
Relato de un colono que, después de muchos años de destierro, volvió al territorio de donde fue expulsado por la guerra. En el lugar imperaba la ley del miedo, del olvido y el silencio.
Nota: Los nombres de los personajes se han cambiado para proteger los protagonistas
Me hice hombre a orillas del río Arauca. Allá llegamos con mis hermanos a fundarnos en 1964. Mi cédula es de Saravena y mis primeros hijos son nativos de allá. Un día me dijeron “tiene 24 horas para salir de la región. Y dé gracias que nos apiadamos de esas criaturas, porque lo que deberíamos hacer es enterrarlo aquí mismo”, gritó el guerrillero que me entregó.
Mi pecado fue dejar que en mi parcela se acampara el Ejército, como si yo pudiera evitarlo. Llegaron de noche y ni los perros se dieron cuenta. La guerrilla me dejó llevar el macho de cargar leña. Allá se quedaron mis vacas, mis matas, mis vecinos, mis hermanos y 19 años de trabajo, pero me llevé lo más sagrado: mi familia y mi vida. Fuimos a parar al Guaviare con los familiares de mi mujer.
Desde que llegué me encantó esta tierra, pero me fue mal con la coca: salí alérgico. Se me cuarteaba la piel y hasta el pelo se fue cayendo. “¿Y usted qué va a hacer para darle de comer a ese reguero de niños?”, me preguntaban de mala gana mis cuñados. Pero al que Dios le quita, Dios le da. Un día me ofrecieron trabajo para coger una cosecha de maíz que se estaba perdiendo; no había obreros para esa tarea. Ahí fue mi despegue. Luego me ofrecieron una tierrita para cultivar: eso era lo mío. Nos fuimos con mi mujer y los muchachos. Sembramos yuca, plátano, maíz y cacao. Estábamos bien, pero en 1986 perdimos todo con la inundación. Nos recogimos en Nare, una banqueta a orillas del río Guaviare, a esperar que pasara el diluvio. En esas nos citaron a reunión con la guerrilla de las Farc. Al finalizar la reunión entregaron una boleta para una rifa. No la compré. Yo no cultivaba coca y, como no tenía un peso, se fijaron en tres gallinas que había rescatado mi mujer. Ella puso una cara de angustia que me llenó de valor para enfrentarlos. Me dejaron las tres gallinas, pero no me dejaron volver al fundo.
Nos recogieron en la falca de la Corporación Araracuara para traernos al pueblo. Antes de salir de Nare, el dueño de la bodega me ofreció un negocio: un lote en el pueblo por las mejoras del fundo. Miré a mi mujer y le brillaron los ojos. Ella pensaba en la escuela de los muchachos. Apenas llegamos al pueblo, hice un cambuche y ahí nos metimos. San José ya estaba cambiando, la gente empezaba a construir casas de material y ese fue mi destino.
Ya estaba acomodado en San José, me iba bien en la construcción, ya era maestro, hacía mis contratos, pero trabajaba por igual. Así es que rinde. En el año nuevo de 1993 me encontré con un paisano araucano. Nos conocíamos de los aserríos de Arauquita. Allá el negocio era derribar montaña. Nadie peleaba por la tierra. Se alegró de verme, pero las noticias que me dio no me alegraron: a mi hermano Humberto lo había matado el ELN hacía dos años y a mi hermano Jesús un comandante le quitó la finca y la mujer. Yo no sabía dónde estaba él. Me entró la angustia y, sin contarle a la familia, me fui a buscarlo.
Llegué a Saravena y cogí camino para el corregimiento de Puerto Nariño. Allá me había fundado y era donde estaba mi hermano. En la residencia me preguntaron que quién me conocía. Orgulloso, saqué mi cédula y les dije: “yo soy de aquí, mire mi cédula”. Me dejaron quedar por una noche. Al otro día pregunté por los viejos colonos: Antonio Santamaría, Juan Arenas, Crisóstomo Díaz. Me fui a buscarlos. No había caminado dos cuadras cuando se arrimaron dos personas, me preguntaron “y a usted ¿quién lo conoce?”. “Acompáñeme -les dije- y de paso me ayudan a buscar a mi hermano”. Vi desde lejos a Antonio Santamaría, lo saludé y él me dijo “¿quién es usted?” Yo le dije “soy Danilo, los dos estuvimos arriando mulas desde Arauquita hasta Saravena”. “No, de usted no me acuerdo”. Me dio rabia. Nos fuimos hasta la finca de Juan de Dios Arenas y lo mismo: “¿Danilo? no me acuerdo”. Estando en la finca, mandaron a llamar a Crisóstomo. Me tocó pagar el expreso para traerlo. Cuando llegó estaba pálido. Me dio pena, pero le expliqué que estaba buscando a mi hermano. Él más que nadie sabía quién era yo, fuimos vecinos de finca. “No, no me acuerdo de usted” fue su respuesta.
Sabía que me mataban si no encontraba quién me respaldara. Le dije que quería hablar con el comandante, les saqué de nuevo mi cedula de Saravena, les recité los nombres de los vecinos fundadores, de los caminos y de los caseríos. Ellos no me podían matar, así que me llevaron amarrado para una finca a esperar al comandante. Allá amanecí en la troja. A eso de las siete de la mañana me llevaron para la casa. Ahí estaba el comandante. Estaba en el patio esperando cuando me llamaron por el nombre: “¡Danilo, Danilo Suárez, cuánto tiempo sin verlo!”. Era la dueña de la finca, una paisana del sur de Bolívar, dueña de la primera droguería que hubo en Puerto Nariño. A mi hermano lo vine a encontrar a los tres días. Todos sabían que lo estaba buscando, pero nadie le había dado la noticia.
*Relato recogido en San José del Guaviare por un investigador del equipo Guaviare de la Comisión de la Verdad
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