Hablo por mi diferencia: “La guerra nos negó el derecho a amar en libertad”
En la serie audiovisual ‘Hablo por mi diferencia’, cuatro activistas LGTBI por los derechos humanos narran cómo vivieron y resistieron al conflicto armado en Meta y Guaviare.
Nota: Estos son fragmentos de los testimonios ofrecidos por los activistas a la Comisión de la Verdad. Están escritos en primera persona.
“Protesté para que los paramilitares pagaran los servicios de peluquería en el pueblo y terminé desplazada”: Marcia Maldonado
En 1995 comenzaron a conformarse grupos paramilitares en Granada, Meta. Llegaron, al principio, vestidos de civil y, muy rápido, impusieron su régimen de disciplina. A las personas LGBTI nos prohibieron usar minifaldas y chores y nos negaron el derecho a la fiesta. Prohibidos los bares. Prohibido mostrar más de la cuenta. Y, muchas veces, prohibido existir. A las trabajadoras sexuales las echaron del pueblo, pero a las que éramos estilistas sí nos dejaron trabajar. Sólo nos pusieron la condición de pagarles una vacuna mensual de 250.000 pesos.
Nosotras teníamos que cortarles el cabello a ellos y hacerles la manicure. Además de ser pinchados, les gustaba tener bien arregladas a las novias. A ellas -que eran bastantes- las llevaban al salón para que nosotras, las peluqueras, les hiciéramos peinados, rayitos, depilaciones. El problema es que nunca nos pagaban por esos servicios. Solo nos decían gracias y chao, se iban.
Yo me indigné por eso y me fui a San Martín a quejarme con el comandante. Después de haber puesto la queja, me convertí en su objetivo militar y empezaron con las famosas “invitaciones al río”. Muchas ya sabíamos que, cuando a una la invitaban al río, era para desaparecerla. No acepté la invitación y, apenas supe que me iban a llevar a la fuerza al río, me fui desplazada a Bogotá.
El desplazamiento me trajo toda la tristeza, toda la rabia, todo el miedo del mundo, pero también me trajo la conciencia de mis derechos y de lo maltratadas que son las personas trans en la guerra y en la vida en general. Desplazada, lejos, sola, me hice consciente de mi historia, que es la historia de tantos, de tantas. Y, consciente de mi historia, me hice lideresa de la comunidad.
“Las FARC-EP querían un territorio limpio de gente con VIH y de maricas”: Yovana Patiño
Ser lesbiana, homosexual, bisexual o trans en un contexto de guerra significa ser un blanco, estar permanentemente en la mira de quienes llevan las armas en sus manos. Un día, en la época de la Zona de Despeje, la guerrilla obligó a toda la gente de Vistahermosa a hacerse la prueba del VIH. Los que no querían salir de sus casas para hacerse el examen eran amenazados de muerte, golpeados, insultados. Luego de someter a todo el pueblo a esas pruebas, identificaron a las personas LGBTI. Identificados, los cogieron a golpes y les marcaron las casas con grafitis. A unos los raparon. A otros los mataron. A todos los echaron del pueblo. Se iban o se morían: era sencillo. Las Farc querían tener una zona “limpia” de VIH, de enfermos, de maricones.
En la guerra, a las personas diversas nos pasan cosas parecidas a las que nos pasan en la casa, en el barrio, en la escuela y en la calle. La diferencia es que, en territorios de conflicto, el odio y la discriminación se llevan con más frecuencia a unos niveles absurdos de sevicia. Allí, en esos territorios, tenemos que vivir metidos en una mentira de vida. Para no poner en peligro la vida, fingimos que somos otra cosa, que somos “normales”.
La familia, los profesores, los amigos, la Iglesia nos dicen que estamos mal, que somos un error, una aberración. Los armados toman esos discursos y hacen su tarea: aniquilan el “error”, la “aberración”. Entonces, nos exterminan. Y el exterminio es físico, pero, además, psicológico. Te anulan moralmente, te matan el alma y no hay peor muerto que el que está vivo.
“Me descubrí diferente en medio de los cultivos de coca y de las fumigaciones aéreas”: Arley Lozada
Soy campesino, hijo de raspachines, nací en una zona donde la gente es señalada de ser guerrillera. Además, soy un hombre diverso. Cuando esas condiciones se mezclan -lo digo desde mi cuerpo, desde mi historia, desde mi experiencia- la discriminación estructural se agudiza. Yo creo que no es lo mismo ser gay en una zona alejada, en medio de la coca, de la guerrilla, de los paramilitares y del Ejército, que ser gay de clase alta, en un barrio estrato seis, en una zona urbana, donde los fusiles, las fosas comunes y las balas no hacen parte del paisaje.
Descubrí que era diferente en medio de campos cocaleros, bombardeos y fumigaciones aéreas, en plena implementación del Plan Patriota, cuando ser campesino era casi imposible en el Guaviare. En ese contexto, el acceso a la información era limitado y, por tanto, entender que hay otras formas de amar, de vivir y de sentir la vida era una posibilidad muy remota. En mi entorno no había homosexuales o personas diversas: había cacorros y areperas. Así nos llamaban y así, también, nos criminalizaban. Ser como yo en la vereda La Libertad, en Guaviare, no sólo era visto como un pecado, sino también como un crimen. Y, la que regía no era la Constitución Política, sino la ley de los armados, el crimen de la diferencia se pagaba muchas veces con la muerte.
Entonces, me reprimí y, reprimido, me dediqué a rezar por las noches y a pedirle a Dios que me cure (sí, llegué a pensar que estaba enfermo), que me ayude a cambiar, que me ayude a enamorarme de una niña y, sobre todo, que la tortura de los paramilitares que llegaron a la región no me tocara nunca en la vida. Por miedo, reprimí mi expresión corporal, mi lenguaje, mi cuerpo, los sentimientos, mis deseos. Quería ser invisible a los ojos de quienes me juzgaban.
La libertad no fue posible en la vereda La Libertad. De mi libertad vine a ser consciente cuando salí del campo, de la chagra; cuando, en la ciudad, descubrí que podía amar a otros hombres, que podía sentir de otras maneras, que estaba bien luchar por esas otras formas de amar, de pensar, de existir.
“Sólo salí del closet cuando los armados salieron de la vereda”: Luis Sánchez
Yo no hubiera logrado el transformismo si los paramilitares no se hubieran ido de acá porque, si salía del closet con todas las plumas que me caracterizan, ponía en riesgo mi vida y la de todos los que me aceptaban y me querían así: maquillado, trepado, en tacones y en vestidos de lentejuelas.
Mientras los paramilitares estuvieron en Restrepo, a nosotros nos tocaba caminar, hablar, actuar y amar como hombres-machos, meros machos. El afeminado era sometido a la pena de muerte y yo, francamente, no me quería morir.
Cuando los paras llegaron, empezaron a pegar en los postes y en las paredes las listas de los nombres y de los datos -nadie se explica cómo los conseguían- de la gente que, sí o sí, se tenía que ir del pueblo. Les decíamos listados de la muerte porque a casi toda la gente que aparecía allí la mataban. A los homosexuales, igual que a los drogadictos, a los ladrones o a los galleros, nos daban 24 horas para irnos. Si no nos íbamos, la muerte.
La gente de los listados aparecía sin vida en la calle, en el parque, en las zonas transitadas de los pueblos. Generalmente les colgaban un letrero del cuello en el que explicaban por qué los mataron: “muerto por ratero”, “muerta por sapa”, “muerto por marica”, “muerto por drogo”. ¿Así quién sale del closet?
Yo me libré de salir en la lista. Ellos no se libraron de que yo saliera del closet.
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