“Si el país escucha nuestra verdad, dejaremos de sentirnos solos”
Campesinos de La Carpa, vereda de San José del Guaviare, quieren contarle a Colombia cómo, desde la solidaridad entre vecinos, han evitado que su comunidad se quiebre en los momentos más crudos de la guerra.
No son más de 300 vecinos. Viven en La Carpa, un caserío ubicado a orillas del Guayabero, el río que serpentea entre Meta y Guaviare. El invierno apenas está llegando. Las playas del río aún se ven grandes. A la gente le preocupa que los techos de las casas no soporten los aguaceros que, después de Semana Santa, serán diarios. Las casas son de madera. Parecen palafitos, pero de estacas cortas. Algunas tienen techos de zinc; otras, de plástico. “Si las casas más maltrechas no se caen es porque los vecinos no dejamos que se caigan”, dice Sixto, uno de los pobladores más antiguos de La Carpa.
Casi todo allí se hace así: a punta de solidaridad. Como en tantos pueblos de Colombia, los habitantes de este lugar no cuentan con mucho más que sus vecinos para hacerse a una vida más digna, menos amarga. La amistad –algo tan invisible en medio de la guerra– es lo que les ha permitido fortalecerse como comunidad y lo que ha evitado que el caserío y las personas que allí viven se desmoronen en los momentos más crudos del conflicto.
La Comisión conversó con la comunidad sobre los hitos de la historia de La Carpa.
Los vecinos de la vereda construyeron el caserío con trabajo colectivo, sin Estado que los acompañe y a través de la “lógica del buen vecino”.
De plástico era el techo de la casa de Alipio, el primer colono que se fundó en esta tierra. Llegó a Guaviare a principios de los años sesenta. Venía en una de las ‘columnas de marcha’ de campesinos que, huyendo de las ofensivas militares desplegadas por el Gobierno en Tolima, poblaron las riberas del río Guayabero. Tumbó monte y armó un cambuche que se convirtió en punto de referencia para navegantes y caminantes. “La Carpa”. Así le decían los colonos al cambuche de Alipio. Y así quedó bautizado este lugar, que ahora es una vereda de San José del Guaviare.
Detrás de Alipio llegó una ola de campesinos fuertemente organizados y cohesionados. Años después, llegaron más desplazados y personas movidas por las colonizaciones de tierras que el Gobierno impulsó y dirigió en los años setenta para ampliar la frontera agraria. Venían de varias zonas del país. Buscaban un sustento en distintas labores agrícolas que se frustraron debido a la falta de vías y de tecnologías agrarias y que rápidamente sucumbieron en las bonanzas de la marihuana y de la coca. Llegaron expectantes. Llegaron juntos. Y juntos levantaron casas, fincas y veredas.
“Desde esa época trabajamos ‘a mano vuelta’. Un día yo trabajo en el predio del vecino y al otro día él viene al mío. Si es necesario, le cedo un pedazo de tierra y si lo necesito, él me hace un espacio en su casa. No hay plata, pero él tiene caña y yo tengo maíz. Aquí a veces se sufre (¿cómo no con tanta guerra?), pero hambre no aguantamos ”, dice Sixto.
Hablar de La Carpa es hablar de bombardeos, de campos minados y de cadáveres tendidos al pie de la puerta de la escuela; es hablar de un salón comunal convertido en trinchera de guerra y del carné que debían portar los habitantes del caserío para certificar que no eran “sapos” ni “enemigos”. Al hablar de La Carpa es inevitable referirse a las lanchas llenas de desplazados que se volvieron parte del paisaje del río Guayabero a principios de este siglo y de las tétricas rifas de ataúdes que se hacían durante los ‘Festivales del Raspachín’.
Pero la historia de La Carpa también es la historia de los padres y las madres que se juntaban a cavar hoyos en el piso para esconder a sus hijos cuando empezaban las balaceras, y la de los campesinos que corrían a cualquier hora a las fincas de sus vecinos para operar de urgencia a las vacas que pisaban minas. Es la historia de las personas que consiguieron un buldócer y le abrieron una carretera al caserío, la de las familias que hacían colectas para mandar a los enfermos a “alentarse a la ciudad” y la de una comunidad que, cansada de rifar ataúdes, reemplazó el Festival del Raspachín por el Festival de Verano del Caimán Rumbero.
Campesinos de La Carpa hacían colectas de dinero para mandar a sus enfermos a recuperarse a la ciudad.
Si una de las caras de la guerra es la de la crueldad, la otra es la de los afectos y las expresiones de solidaridad que florecen a pesar de la violencia.
Llegar a una verdad más amplia del conflicto supone entender por qué nos rompimos en tantos odios y violencias, pero también implica reconocer que muchas víctimas han hecho todo lo posible para evitar que las fibras más sensibles de sus comunidades se rompan del todo.
“Hoy sentimos que tenemos la oportunidad de que alguien diferente a nuestros propios vecinos escuche esa verdad”, dice Zuleidy, campesina de La Carpa. A lo que Darío, otro campesino de la vereda, agrega: “Cuando otras personas sepan lo que vivimos y cómo lo vivimos, vamos a dejar de sentirnos solos”.
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