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Comisión de la Verdad

“Cómo sería de amarga la vida en el pueblo que irnos para las armas nos parecía dulce”

Ocho relatos de personas que vivieron la guerra siendo niñas y niños.

ENCUENTRO | November 21 de 2019

El cactus representa la resistencia de los niños víctimas que lograron florecer aún en medio de las situaciones más adversas.

El 20 de noviembre se llevó a cabo, en Villavicencio, un acto de reconocimiento a las vivencias e impactos del conflicto armado en niños, niñas y adolescentes. La Mesa Humanitaria del Meta, la Pastoral Social Regional, la Universidad Santo Tomás, la Defensoría del Pueblo, Benposta, ONU-Derechos Humanos, el movimiento de mujeres Yo Puedo y la Comisión de la Verdad organizaron este evento para honrar su dignidad, para reconocer sus dolores y sus valentías, y para recordarle a la región y al país que escuchar las voces de los niños y las niñas es indispensable para entender las causas y los impactos de la guerra.

Los siguientes relatos fueron compartidos durante el evento por ocho personas que, siendo niñas y niños, padecieron el conflicto armado (Fotos de referencia).

 

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Huérfana de mamá, huérfana de amigos

Crecí solo con mi papá porque mi mamá me abandonó desde bebé y para siempre. Igual que mi papá y mi abuelo, tuve dificultad para el estudio. Me crie en el campo, en Piñalito, viendo mucha violencia. Y como no tuve mamá, no tuve quien me librara de ver las cosas horribles que me tocó ver. No había plata para matricularme, pero yo, con tal de no quedarme sola y con susto en la casa, me metía de colada en los salones de la escuela. Los profesores me dejaban pasar y no me ponían peros por no estar inscrita con todas las de la ley. Hasta que un día pasó un milagro: el profesor me regaló la matrícula. ¡Yo feliz de entrar al salón como una alumna de verdad y no de arrimada! Pero la felicidad no me duró tanto. Los grupos armados llegaron y le empezaron a endulzar el oído a los niños. Endulzados, se fueron… Cómo sería de amarga la vida en el pueblo, que irnos para las armas nos parecía dulce… Yo no me fui y, por no irme, me quedé sola otra vez: huérfana de mamá, huérfana de amigos.

 

 

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La guerra era el paisaje

Soy campesino y soy hijo de raspachines. Ambas cosas a mucho honor. Crecí en La Libertad, una vereda del Guaviare. Caminaba dos horas de la finca a la escuela y dos horas de la escuela a la finca. Así todos los días. Mi mamá nos levantaba a las dos de la mañana, nos empacaba un poco de guarapo en unos tarros, nos metía los cuadernos en unas bolsas y salíamos a estudiar.

En el camino siempre me encontraba con el Ejército, con los paras y con la guerrilla. Pasaba por una finca y me topaba con unos; pasaba por otra y me topaba con otros. Normal. Una vez iba caminando solo y empezó el enfrentamiento. La guerrilla y el Ejército nos habían recomendado que, en caso de balaceras, nos quedáramos quietos en un lugar, pero ese día yo seguí andando. Miraba para atrás y seguía. Volteaba a ver y las balas me parecían normales. Parecía un juego... Normal el bombazo, normal el avión fantasma, normales los rafagazos que rozaban los techos y la punta de la montaña. Miraba para atrás y seguía. Nervioso, pero sin miedo: la guerra se me había hecho paisaje.

 

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El chorro de glifosato

Tenía ocho años. A veces ayudaba a raspar coca en la chagra. Cuando fue el Plan Colombia, empezaron a pasar los helicópteros altos. Detrás de los helicópteros altos, los helicópteros bajos. Y detrás de los helicópteros bajos, las avionetas fumigando. Las avionetas soltaban el chorro de glifosato sobre la chagra y mi hermano y yo corríamos al caño para lavarnos ese veneno. De tanta lluvia de glifosato, el pelo se nos puso amarillo, luego se nos puso como polvo y, al final, se nos cayó.

 

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Hubo tiempo para la amistad

Duré 15 días yendo con la misma ropa a la escuela porque todas nuestras cosas las dejamos botadas en La Cooperativa, el pueblo de donde nos sacaron. No hubo tiempo ni para empacar.

En el 97 llegaron los paramilitares y, con ellos, el calvario. Masacraron a mis familiares. Descuartizaron a mi tío. Lo recogí del piso hecho pedazos. Luego volvieron por más gente. ¡Lo vi todo! Vi muertos y torturados a mis amigos. Los oí llorar cuando los torturaban. Ayudé a cavar los huecos para enterrar a mis vecinos. Y vi casi muerta a mi mamá, que se salvó de milagro. Nos fuimos. No volvimos. Todo pasó el mismo año en el que cumplí los 13.

Los compañeros de la escuela me llevaron ropa. Uno me llevó un pantalón; otro, unos zapatos y otro, unas medias. En semejante calvario también hubo tiempo para la amistad.

 

 

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Aprendí a llevar droga

Era pequeñito cuando aprendí a bañarme en el caño. Pequeñito era también cuando un miliciano de la guerrilla abusó de mí y cuando aprendí a transportar droga desde Guerima hasta Villavicencio. Yo no sabía que lo que me hacía el miliciano era un abuso ni entendía bien lo que significaba transportar mercancía. De eso vine a tener conciencia cuando grande.

Un día la Policía nos paró en Puerto Gaitán. Yo llevaba un morralito con la droga. Casi se me sale el alma del cuerpo. Los policías requisaron a todo el mundo menos a mí. ¿Quién iba a sospechar de un niño de siete años? Qué susto. Qué alivio.

 

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Objetor de conciencia, objetivo militar

A mi mamá le gustaba llevarme a la Casa de la Cultura de La Dorada. Allí me estrené de artista. Ser artista me hacía sentir especial. Por eso me dio tan duro cuando nos tocó irnos para Buenavista. Allá no había Casa de la Cultura, sino campamentos paramilitares. Como la situación era tan tensa, mi mamá me sacó a Santander, al Magdalena Medio. Pero de nada sirvió, porque allá me topé con otros paras. Por física hambre, terminé envuelto en el cartel de la gasolina que ellos controlaban. Uno los miraba bien vestidos, en motos, con buenas zapatillas y, para qué le miento, en la pobreza en la que se vivía, uno sí sentía muchas ganas de todos esos lujos… Lo malo era que, para tenerlos, había que untarse las manos de sangre y hasta allá no me daban ni las tripas ni el corazón.

Y como las tripas y el corazón no me daban para tanto, entonces me salí del cartel y me metí al Laboratorio de Paz. Eso me resucitó el espíritu de artista, que, con los paras, casi se me marchita. Me convertí en todo lo que los armados no querían que me convirtiera: bailarín, teatrero, músico y reclutador, pero de jóvenes artistas. No se demoraron en señalarme de izquierdoso y de enemigo. A los 13 me hice objetor de conciencia. A los 14 me declararon objetivo militar.

 

Esclava

Empecé a trabajar a los ocho años porque los señores que me recogieron cuando mi mamá me abandonó me dijeron que ya no podían sostenerme más. Me mandaron de empleada a una casa de familia, pero, como tenía poliomielitis, el cuerpo no me daba para tantos oficios. La señora de la casa me pegaba por la discapacidad. Entonces me volé y así, chiquitica y enferma, me fui para las bananeras, en Urabá. Por allá se veía mucha mortandad. Me acuerdo que uno iba en el campero y en la carretera se veían los cuerpos acostados de los finaditos. El conductor se bajaba, los arrastraba para la cuneta y seguía el camino como si nada. El caso es que llegué.

En las bananeras me reclutaron, pero no como guerrera, sino como esclava sexual. Así duré cuatro años. Destrozada, pero muda porque ni siquiera me salían las palabras. De esas torturas salí embarazada. Dudé en tener al bebé. Yo ni sabía qué era ser niña, ¿cómo le iba a enseñar a ser niño a él?

 

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Un arma que saca fotos

Un día yo estaba restregando ropa cuando oí a mi hijo de cinco años que se reía y se reía. Entonces fui al patio a ver qué era tanta risa. Cuando lo vi, tenía un arma corta en las manitos.  “Un señor me dijo que esto era para tomar fotos y que, cuando la viera a usted, le apuntara así y le hundiera aquí a la pistola”, me dijo el niño. Casi hunde el gatillo. Casi me saca la foto que los paras le mandaron a tomarme.

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