El bullerengue siempre estuvo ahí. Incluso en los tiempos más duros cuando no se podía confiar en nadie y la muerte rondaba a cada paso. En la época en que la región de Urabá sufrió las masacres, los asesinatos, las desapariciones, la persecución y el miedo; la gente tuvo el bullerengue. Porque el bullerengue sirve para celebrar la vida y también es una forma de aliviar el sufrimiento y de vivir el duelo.
Se cree que el bullerengue surgió en San Basilio de Palenque, Bolívar, ese asentamiento de comunidades que habían huido de la esclavitud. Algunos investigadores opinan que nació como un rito de transición para las niñas palenqueras que habían alcanzado su pubertad. “Por eso ves que las bailaoras se tocan el vientre, durante la danza”, explica Juan David Mosquera, músico y coordinador del proyecto. Con el tiempo, los hombres se unieron a este ritual y se establecieron unos roles de género muy claros, los tambores debían ser tocados por hombres, mientras que la voz líder tenía que ser la de una mujer.
La danza es un juego de seducción, quien toca el tambor intenta encantar a la bailaora con su ritmo, mientras que el bailaor se disputa su atención con sus habilidades en la danza. En algún momento otro hombre entra en escena y desplaza al bailaor que vuelve al coro, luego otra mujer reemplaza a la bailaora y así, los miembros del coro se van turnando y siempre se mantiene una sola pareja en el baile. Mientras tanto, la voz líder va cantando una historia, a veces es una letra conocida, pero con frecuencia se improvisa, se canta según el contexto, las cantaoras cuentan historias relacionadas con la vida cotidiana.
“Queremos paz, aquí en Colombia, nosotros queremos paz”, canta una pequeña de sonrisa encantadora. Es Luisa Perea, la nieta de la homónima cantaora del bullerengue y formadora de nuevos talentos. Luisa es la voz líder en el grupo de bullerengue que interpreta la pieza “Queremos paz”, el producto central del proyecto Sonidos y palabras para curar el alma, la experiencia de Casas de la verdad con sentido en Apartadó, en el Urabá antioqueño.
Un grupo de 36 niñas y niños del barrio Obrero de Apartadó fueron los protagonistas de este proyecto. Convocadas por la Corporación Incorporarte, estas jóvenes personas se vincularon a una serie de actividades de formación e investigación sobre el bullerengue que les permitieron conocer su historia, intercambiar con matronas, juglares y sabedoras. Sobre todo, entender la importancia que este ritmo ha tenido para la resistencia del pueblo negro.
También trabajaron los aspectos técnicos de la ejecución y la composición del bullerengue. Conocieron los tres aires en los que se presenta: sentao, chalupa y fandango. Practicaron la percusión con los tambores alegre y llamador, así como con la totuma que le da brillo a la música. Aprendieron el canto y los lereos, coros de acompañamiento del bullerengue. “El objetivo no era el virtuosismo”, comenta Juan David Mosquera, “buscábamos que trabajaran en equipo y se reconocieran en sus raíces”.
El trabajo en equipo se reflejó en las actividades que realizaron: en la grabación de las voces y la música en un estudio musical profesional, en la filmación de las imágenes del videoclip de la canción, en zonas rurales del municipio y en la presentación del resultado a la comunidad y a las entidades que apoyaron el proyecto.
El proceso involucró también a las familias que apoyaron activamente la puesta en escena de las representaciones artísticas de los jóvenes. Fue una oportunidad para que se limaran algunas asperezas que se habían cultivado por años. También al interior de los hogares se notan los cambios: “Antes Saidy era grosera y agresiva en casa y desde que asiste al proyecto ha mejorado su conducta”, afirma un padre de familia.
“Ese es el papel del arte y la cultura, por eso hablamos de sanar el alma”, opina Fernando Ñungo, director de la Corporación Ingeniarte. “El bullerengue sirve para romper el miedo y cuando el miedo cesa, la verdad aflora”.
“La verdad es a veces pesada para las niñas y los niños, no siempre se puede expresar en palabras”, complementa Mosquera. “Entendimos que, en algunos casos, sus gestos en el bullerengue eran su forma de expresar esas verdades. Una mano que se levanta, una mirada que se aleja o un guiño fueron algunas de las formas que encontraron para expresar esa verdad que les costaba mostrar con palabras”.
“Un día estaban reunidos en familia, cuando unos malos señores llegaron con arma de fuego y les advirtieron que, si lo veían por ahí, recibirían una mala noticia. A los tres días el joven salió una mañana para San Fernando y nunca más pudo volver a casa”, escribe Jhaira. El libro digital Sonidos y palabras para curar el alma es el resultado del esfuerzo que hicieron los participantes para poner en palabras sus verdades.
“Las balas matan, no importa de dónde vengan” repite Ñungo como un mantra. “En la medida que el miedo ha cesado ha sido posible decir la verdad de todos los horrores de la guerra. Es necesaria la verdad para poder reconciliar el pasado y poder seguir adelante, construir un futuro”.
En la madrugada del 23 de enero de 1994 un comando de las antiguas FARC-EP arremetió contra los habitantes del barrio La Chinita que se encontraban departiendo en una verbena popular, conocida como picó, arrebatándole la vida a 37 personas y dejando a más de 100 heridas. Desde entonces, en el ahora barrio Obrero, cada 23 de enero se conmemora a las víctimas de esta masacre.
El bullerengue “Queremos paz” recuerda la masacre, pero también plantea los deseos de las niñas y niños que lo interpretan:
No queremos más maltrato
Tampoco la indiferencia
Que muera la impunidad
Que se acabe esta violencia
¡Ay, hooombe!
El bullerengue está cambiando, y mucho. Cada vez hay más mujeres tamboreras, hombres que llevan la voz líder, jóvenes que participan en jeans. Los festivales de bullerengue que por años fueron el espacio para mantener vivo el movimiento, mientras se hacía el duelo por quienes la violencia había arrebatado, ahora tienen intensos debates sobre los cambios que se pueden permitir. “Por eso mismo el bullerengue tiene mucho futuro, adaptado a las condiciones actuales, sigue siendo una forma en que nos conectamos con nuestras raíces, contamos nuestras propias historias y seguimos resistiendo como pueblo negro y mestizo”, concluye Mosquera. “A través de procesos artísticos podemos arrebatarles a los grupos al margen de la ley, a las niñas, niños y jóvenes que siguen reclutando en la región”.
Apartadó
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