“La foto que hubiera querido tomar se titula: ¿y después de la guerra qué?”, cuenta Brayan Ocoró. “Quería reflejar en esa imagen cómo la comunidad ha logrado retomar su vida cotidiana, su alegría, sus sueños en el Espacio Humanitario de Puente Nayero, en Buenaventura, después que logró sacar a los violentos en 2014 y declarar la zona un espacio humanitario libre de actores armados”.
Brayan participó junto con otros jóvenes del Espacio Humanitario en el taller de fotografía, uno de los cinco laboratorios creativos que llevó a cabo la fundación Rostros Urbanos, en el contexto del proyecto Voces de la memoria “el camino para la verdad y la dignidad de las víctimas”, la experiencia para Buenaventura de Casas de la verdad con sentido.
Buenaventura es el puerto más importante de Colombia y la ciudad más grande de la costa Pacífica. Por sus muelles circula más de la mitad del comercio internacional del país, pero la mayoría de su casi 500.000 habitantes, principalmente afrodescendientes, no siente ningún beneficio de la riqueza que todos los días pasa por su territorio. Buenaventura es una mezcla de contradicciones violentas.
La ciudad se apiña en un rincón de la selva pluvial del andén Pacífico, biodiversa y lluviosa, el municipio es casi un tercio de la extensión del departamento del Valle del Cauca. Desde los tiempos de La Colonia, la región se convirtió en refugio de las y los afros que huían de la esclavitud. Por siglos vivieron en comunidades a la orilla de sus muchos ríos, donde también se asientan pueblos indígenas.
Aunque la ciudad se fundó en el siglo XVI, no tuvo mayor importancia para el resto del país, hasta comienzos del siglo XX, cuando se impulsó el desarrollo del puerto internacional y se hizo una carretera que lo conecta con el interior. El puerto se convirtió en un enclave de la economía del centro del país, desconectado de las necesidades y los intereses de la población local.
Desde hace unas décadas, la economía ilegal también vio la oportunidad de usar la salida al Pacífico de Buenaventura para las exportaciones de drogas. Esto llevó la guerra a su territorio. Uno tras otro los grupos armados fueron tomándose las carreteras, los ríos, la ciudad; imponiendo el terror en las comunidades con asesinatos, masacres, desapariciones y las terribles casas de pique.
“No solo buscaron controlar el territorio”, cuenta Luz Dary Santiesteban, “los violentos buscaron acabar con nuestras costumbres ancestrales, matar una cultura y así desarraigar a las comunidades”. Luz Dary hace parte de la Asociación Madres por la Vida, una organización, que ha centrado su trabajo en la recuperación de la tradición de la velación de los muertos que en la región se llama novenario.
El ritual fúnebre tradicional del Pacífico congrega a la comunidad por nueve días en los que se cantan alabaos, cánticos en los que se honran las virtudes del muerto, y se fortalecen los lazos comunitarios. Estas ceremonias fueron blanco particular de algunos ataques. Cuando se velaba una persona, aparecían grupos de hombres armados que asesinaban a los asistentes. Esto hizo que los velorios tradicionales se dejaran de hacer y que las familias de las víctimas terminaran velando a sus seres queridos en locales de funerarias, aislados de sus comunidades.
Madres por la Vida acompaña y apoya a las familias en el proceso del duelo, incentivando la realización del ritual tradicional. “Nos acogemos como víctimas, porque ese dolor que ella tiene no es solo suyo, también es mío y entre las dos vamos a mirar cómo podemos salir de este trauma, a partir de la confianza, nos juntamos, nos ayudamos”, explica Luz Dary.
También se trabaja con miembros de las familias víctimas en la construcción de un homenaje a la persona fallecida en un trozo de tela, donde se representa gráficamente el significado que tenía para sus seres queridos. Con el tiempo han cosido todos los trozos de tela y se ha convertido en una enorme colcha de retazos: la 'Colcha de la memoria', el mayor tesoro de Madres por la Vida. Una pieza de memoria que ha permitido tanto a las comunidades como a los investigadores e instituciones ver la magnitud del dolor que ha azotado a las comunidades afrodescendientes en la región.
“La colcha no solo incluye a las víctimas de asesinatos, sino también a las de desapariciones. Son dos dolores muy diferentes”, cuenta Marisol Congolino, víctima de ambos hechos. “A mi hermano muerto lo puedo visitar en el cementerio cada vez que necesito, pero de mi marido no tengo ninguna noticia hace diez años y el Estado, garante de los derechos, no me ha ayudado a recuperarlo y conocer la verdad sobre lo que pasó”.
Todos estos años de acompañamiento y diálogo con las comunidades le han permitido a Madres por la Vida profundizar en las razones de la guerra. “¿Por qué pasó lo que pasó? Es la pregunta que nos hacemos las víctimas”, dice Luz Dary. “Cuando entendí las razones de megaproyectos como la ampliación del aeropuerto, entendí por qué fui víctima. Porque los políticos solo se acuerdan de las comunidades para las votaciones, pero se olvidan de que tienen necesidades como alcantarillado y agua potable, de que se han organizado y que sus consejos comunitarios aspiran a tener títulos colectivos sobre los territorios que habitan”.
“Tenemos el alma reseca”, concluye Luz Dary, quien ha sido víctima de desplazamiento forzado, de violencia sexual, de la desaparición de familiares, del reclutamiento de menores, del racismo y la discriminación. “Lo que ha impedido que me convierta en un monstruo, como los que me victimizaron, es una profunda conexión espiritual, el haber podido perdonarme, remar mar adentro en el dolor y conectarme con lo profundo de mi propia humanidad. Somos Madres por la Vida porque nos duele el vientre y el vientre es donde se fecunda, donde se cría la vida y por eso lo protegemos. Protegemos el vientre, que es el cuerpo, que es el territorio”, explica.
Hacer historias con rima y ritmo, poemas que recuerdan personas y acontecimientos importantes para la vida en comunidad es una técnica recurrente en las culturas donde predomina la tradición oral. Así los alabaos son documentos sonoros que conservan la memoria y el buen nombre de quien ha fallecido. Su proceso de construcción es además un elemento fundamental para la elaboración del duelo, personal y colectivo. Madres por la Vida lucha por mantener viva esta expresión artística y cultural, al tiempo que ha innovado al pasar ese recuerdo a la Colcha de la Memoria.
La poesía no solo sirve para la elaboración del duelo inmediato sino también para la curación de las heridas en el largo plazo. En el barrio Punta del Este, otro sector de Buenaventura, aún muchas madres lamentan la pérdida de sus hijos. El 19 de abril de 2005, doce jóvenes del barrio fueron invitados a jugar un partido de fútbol en otro sector del municipio, con la expectativa de ganar un dinero por ese triunfo. Nunca volvieron. Unos días después sus cuerpos fueron encontrados. Como parte de este mismo proyecto, algunas de estas madres han construido poemas que recuerdan los hechos, la inocencia de sus muchachos y el dolor que sufrieron.
En las comunidades rurales de Triana y Aini, también víctimas de hechos violentos, en otros laboratorios creativos del proyecto, se elaboraron murales que recuerdan lo sucedido, pero que también tienen un espacio para la esperanza. “En una parte están el recuerdo de los hechos”, cuenta María Victoria Liu, de la Asociación de Mujeres y Hombres de Triana, “pero en la otra mitad está la esperanza, con la luz del día, porque sabemos que por más oscuro que llegue a estar, siempre habrá un nuevo amanecer”.
Angie Gamboa está preparándose para ser parte de la nueva generación de Madres por la Vida, como parte de un grupo de jóvenes que aprenden las expresiones artísticas y los procesos de resistencia de sus comunidades. Otros jóvenes, como Jonathan Díaz, prefieren otras técnicas artísticas como la fotografía.
Jonathan, junto con Brayan participó del laboratorio de fotografía en el Espacio Humanitario, una de sus fotografías capta la sencilla alegría de la esperanza: Mi mamá me regaña, dice que me vuelo, pero realmente ¡yo vuelo! Porque cuando salgo por la puerta de atrás y doy un gran salto para caer al mar ¡yo vuelo!
Buenaventura
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