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El encuentro

La única sobreviviente de la primera masacre paramilitar ocurrida en Caño Sibao, Meta, conoce, 30 años después de la tragedia, al campesino que la rescató. Un relato de su reencuentro.

Febrero 28 de 2019

Era domingo. El sol a las 11 de la mañana ya estaba alto. El transmemato, un viejo campero Gaz, construido por los soviéticos para la guerra de Afganistán, que hacia línea entre El Castillo y Granada iba, como siempre, lleno de gente dentro del carro y colgando de él. El ruido monótono del motor y el calor hundían a los viajeros en un sopor que amortigua el zarandeo de la trocha.

Se había oído que Los Carranceros esto, que los Carranceros aquello, pero pocos los habían visto con sus ojos. Parecía cuento, aunque algunos sospechaban que se trataba de un grupo de matones que defendían las minas de cal de don Víctor Carranza, un esmeraldero llegado hacia unos 5 años a la región del alto Ariari, una tierra donde las guerrillas mandaban desde hacía muchos años. La cal en los Llanos, como la sal, son para los ganaderos minerales imprescindibles para su negocio. Sin sal el ganado poco aumenta de peso y sin cal no se pueden renovar potreros y sembrar pastos de alto rendimiento. Se decía también que a don Víctor, El Patrón, se le veía entrar y salir del Batallón 21 Vargas en Granada como a Pedro por su casa. Las relaciones entre Carranza y los militares, eran conocidas desde que el hombre con su ayuda había sobrevivido a tres de las guerras de esmeraldas en Boyacá y derrotado a Rodríguez Gacha, de quien era socio.

El carro subía la lomita que hay después de pasar caño Sibao como quejándose del peso y del calor. Doña María, llevaba abrazadas a sus tres hijas para que no incomodaran a los vecinos de viaje. Las niñas dormían y ella dormitaba.  De golpe oyó un estruendo brutal como si el carro hubiera estallado, como si un rayo de verano hubiera caído, como si hubiera llegado el fin del mundo. El carro había sido detenido por ráfagas de fusil disparadas desde las rastrojeras de la orilla de la trocha. Gritos desesperados, casi aullidos de animal herido. Todo era confusión y sangre. Las ráfagas no pararon hasta que todo quedó quieto dentro del carro. Y así quieto y casi en silencio lo encontró Amílcar, un campesino que desde lejos había oído el bullicio y se acercó temblando de miedo por entre el rastrojo a ver qué había pasado. Miró bien. Miró que nadie estuviera cerca y se acercó. El espectáculo era terrible: 17 cadáveres apiñados unos sobre otros, todavía sangrando lo horrorizaron. Quiso salir huyendo a dar aviso, pero notó que algo se movía dentro de aquella masa de muertos sangrando. Miró y remiró y vio que un cuerpo se meneaba debajo de otro: era una niña pequeña ensangrentada pero viva, “escasamente viva”, como diría después en el hospital a donde la llevo en el carro de un vecino. El médico de turno la revivió le dijo a don Amílcar: “Es un milagro, los nueve impactos que atravesaron a la mamá, llegaron sin fuerza a la criatura. Pero hay que sacarlos de ahí porque la niña no puede vivir así”.

Veinte años después, cuando el cura Henry organizó una peregrinación por todos los sitios del Alto Ariari donde masacraron campesinos en una rabiosa y brutal acometida del paramilitarismo contra una región señalada por el Batallón Vargas como zona roja, zona comunista y donde en tres años hubo más de 300 homicidios sin denunciar y mucho menos castigar, la hija de Doña María y don Amílcar se encontraron en Caño Sibao. No se conocían, aunque se distinguían porque el hecho fue conocido. El cura Henry les dijo: “Abrácense de nuevo”. Lloraron juntos y todos los que fuimos testigos de ese encuentro, hicimos lo mismo.

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