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La puerta

¿Cómo se vive la espera de quien no regresa? Relato desde el Meta.

November 08 de 2018

Imagen de referencia

* Imagen de referencia | Foto: Camila Acosta

 

Fue para un 16 de diciembre que salió mi niño con su papá para El Castillo. Había aclarado temprano y él se andaba moviendo desde que entró la luz porque quería salir corriendo a que le compararan un Topo Gigio del que se encaprichó el mismo día que lo vio. Él cumplía el 22 de diciembre sus seis años. Tan pronto el papá se alistó, se fueron. Yo me quedé mirándolos desde el entreabierto de la puerta. No pensé nada; me quedé mirándolos. Se fueron.

Fue en la tarde en que me dio por preguntar en los rincones que por qué me habían dejado el almuerzo enfriándose. Miraba por la puerta y por la ventana como queriendo mirar de muchos lados. Llegó la noche y seguían sin llegar. Con lo oscuro los miedos se crecen y el tiempo no pasa. Y amaneció y tampoco aparecían. Y pasó el día siguiente de lado a lado, y mi niño no llegaba y tampoco el papá con el que se fue.

Hasta que al tercer día salí a buscarlo. Desde la entrada al pueblo me acongojó el dolor; la gente no me miraba. Nadie me miraba, como si no me vieran, como si yo no tuviera figura. A un conocido me le puse de frente para obligarlo a que me mirara; me escabulló la mirada. Y así el otro y el otro. Parecía que yo hubiera caído en los limbos. Cogí miedo de preguntar y más miedo de que me contestaran.

Arrinconada, me hice de valor y fui a la miscelánea donde habíamos visto el juguete que a mi niño lo encaprichó. “Por aquí no han pasado”, me dijo don Álvaro, el dueño, que mucho nos distinguía. Y ahí mismo comenzó el camino de la espera. La gente no me hablaba, no me miraba; yo era un alma en pena de las que solo se oye el vientecito escondido que deja al pasar. Perdí la esperanza de que me respondieran, pero no la esperanza de que el niño volviera. Podía perdonar todas las mentiras que me dijeran, todo lo que hubieran hecho sin yo saberlo.

Fui a que las autoridades me dieran cara. El alcalde no quiso abrir la puerta; fui a la policía: oí un “dígale que aquí no se sabe nada de nadie”. Fui a buscarlos a Granada. Quizá allá habían parado. Fui a buscarlos a El Dorado, quizá por allí hubieran pasado. No habían dejado rastro en ninguna parte ni con nadie. Así pasaron los primeros días con sus noches. Y también los siguientes con ellas. Nada. Ni razón chica ni grande. Solo silencio. Los recuerdos vivos de mi niño pasaban unos detrás de otros: lo miraba dormido -y a veces hasta fui a buscarlo a su camita- ; lo miraba jugando y hasta oía el ruido de un avión que volaba por toda la casa; lo miraba sentando en la cocina esperando a que le calentara una hayaca que le gustaba, y un día en medio de mis llantos, hasta llegué a envolverle una como diciendo: servida no me lo deja. Nada.

Me sentaba por ratos en esta silla, señor, donde ahora estoy, mirando por el entreabierto de la puerta. Mirando lejos, gastando la vista. Digo por ratos, que eran cortos porque las agonías no dejaban que fueran largos. Iba y miraba por la ventana de al lado y por la de atrás. Y volvía a sentarme en la silla desde donde lo vi despidiéndose con su manita.

Y aquí sigo, señor. Ya no miro por las ventanas. Ya no cuento el tiempo de los 10 años que han pasado. Ahora solo cuento el tiempo que me falta para irme. Y no quiero irme, señor, sin que él vuelva, porque el día que nadie lo espere, no querrá volver, no sabrá por donde llegar.

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